Suicidas,
asesinos
y otras
desventuras
La
desaparición de la familia como
fuente de
destrucción social.
“Me voy sin haber visto el
Amor”
León Felipe
Un informe publicado a
finales de 2011 por el Fondo de Naciones Unidas para la Infancia informa que
Rusia ocupa el tercer puesto internacional en suicidios adolescentes, las
primeras posiciones corresponden a Kazajistán y Bielorrusia, dos antiguas
repúblicas soviéticas. En el pasado abril se habló de epidemia cuando durante
24 horas se produjeron al menos seis muertes de chicas y chicos entre 15 y 19
años. La desestructuración familiar aparece entre las causas cardinales de
estos hechos.
Cuando Alejandra
Kollontai imaginó la futura sociedad socialista la definió sin familia. La liberación
de la mujer, según su ideario, pasaba por que el Estado se hiciera cargo de la
crianza mientras los individuos, con independencia de su sexo, destinaban todas
sus energías a la producción. La utopía de
la aristócrata rusa no pudo sostenerse mucho tiempo y en los años treinta se
volvió a una concepción patriarcal clásica, pero la estructura social no era
recuperable, es decir, se devolvieron al ámbito de lo privado las tareas de
crianza pero en condiciones completamente diferentes porque en esa sociedad
hiper-productivista, deshumanizada y burocratizada el sujeto había ya dejado de
ser sujeto humano para transmutarse en instrumento puro, aparejo de la formidable
máquina estatal que desarrollaba un capitalismo de Estado sin trabas ni
límites, de ese modo se iniciaba un experimento social cuyo alcance estamos
descubriendo hoy.
Al otro lado del
planeta, en Medellín, sicarios de 11 o 12 años matan o mueren por dos euros; el
padre Velásquez, que ha convivido con ellos, afirma que el problema no es el
económico como pensó en un principio, sino la falta de afectos y referentes en
que han crecido. El desarrollo del capitalismo en Latinoamérica ha triturado lo
poco que quedaba de la institución familiar, Colombia es hoy la cuarta economía
del continente y su consumo interno empieza a ser motor eficiente de un
crecimiento sostenido, ese “milagro” proviene, no en su totalidad pero sí en
gran medida, de que en los últimos decenios millones de mujeres se han
incorporado a las fábricas y los servicios afluyendo en aluvión a las ciudades,
incrementando de forma extraordinaria tanto la producción mercantil como los
ingresos del Estado. Madres solteras, sin red de apoyo en un espacio hostil y
dañino, sus hijos crecieron en condiciones de un consumo básico garantizado, es
decir físicamente atendidos, pero afectiva y emocionalmente famélicos.
En sus formas extremas
la crianza sin amor hace la vida humana carente de significados y sentido y por
lo tanto de valor, la muerte es anhelada inconscientemente como salida a esa
espeluznante existencia. Cuando Rene Spitz (1887-1974) estudió los altísimos
índices de mortalidad infantil en los orfanatos durante los años treinta y
cuarenta del siglo XX descubrió que los cuidados físicos en ellos eran
adecuados y, sin embargo, casi la mitad de los bebés (en algunas instituciones
llegaba al 90%) morían antes de cumplir los dos años. Los que sobrevivían
tenían, en su mayoría, retraso mental, motor o comunicativo grave. Explicó este
hecho porque la necesidad de vínculos, apego y seguridad afectiva son elementos
tan básicos en el desarrollo del bebé como el alimento, la higiene y el sueño;
los recién nacidos institucionalizados eran atendidos de forma impersonal, eficiente
pero con indiferencia y con un contacto físico, verbal y emocional mínimo. Nombró
con el término “marasmo” ese estado de estupor y repliegue sobre sí mismos,
ausencia de demandas de atención y rechazo del contacto físico, detención del
crecimiento y caída grave de las defensas que precedía a la muerte; describió
el estado del bebé abandonado como “ojos abiertos de par en par sin emoción,
cara congelada con una expresión distante, como si estuviera aturdido”.
En Occidente han sido la
izquierda, la contracultura y la mayor parte de los feminismos los que han
vulgarizado la oposición a la familia presentándola como fuente de un sinfín de
males sociales y limitaciones al desarrollo de la personalidad de los
individuos. Según su modelo teórico la opresión de la mujer y de los niños y
niñas tiene su raíz en la institución familiar. El Estado, la crianza acometida
por profesionales, la generalización de los servicios mercantilizados (públicos
o privados) dedicados a los cuidados a la infancia, han sido por ello presentados
como auténticos instrumentos de liberación. Hoy siguen con su letanía de pedir
más dinero, más guarderías, más crianza
por expertos, más titulaciones como sinónimo de mayor calidad. Las familias,
cuando existen, han quedado limitadas a la función de proveedores de los fondos
que pagan esos servicios.
Quienes han moldeado el
mundo presente ignoran y ocultan que las principales víctimas de estos
experimentos han sido los niños, el crecimiento aterrador de los desórdenes
psíquicos infantiles, el aumento de las alteraciones neurológicas, las
dificultades de aprendizaje, el autismo y la desestructuración psíquica son el
resultado de la vida desquiciada de las sociedades modernas. Las instituciones acometen
estos problemas creando cada vez más etiquetas y nombres para toda conducta que
se desvíe de la norma y promocionando el uso inmoderado de drogas y
funcionarios a sueldo del Estado o profesionales de pago que no solo no remedian
el mal sino que crean otros nuevos como la exclusión, el aplastamiento de los
individuos bajo el nombre de alguno de los infinitos síndromes y la
medicalización y burocratización de su existencia.
Un caso significativo es
la epidemia que hoy se vive del llamado Síndrome de Deficiencia de Atención e Hiperactividad
cuyo tratamiento con metilfenidato (bajo el nombre comercial de Ritalín o
Rubifén) es un auténtico crimen. Esta sustancia que pertenece a la categoría de
los estimulantes cercanos por sus efectos a la cocaína tiene consecuencias muy
similares a los de ésta y a las anfetaminas, incluidos los comportamientos
psicóticos, violentos y suicidas.
La obsesión de la
izquierda por la mercantilización y la burocratización de todas las funciones
vitales, vehículo de la hipertrofia estatal, su absoluto desprecio por las
necesidades más básicas de la persona y en especial de la infancia, como la
necesidad de amor, de contacto humano, de vida espiritual, de relación con el
mundo exterior, de apego y separación seguros, de exigencia y límites, de
observación del mundo, de descubrimiento de los otros como otros cercanos y
distintos y en el mismo proceso de sí mismos como seres singulares y únicos, la
reducción, en el ideario progresista, del ser humano a criatura fisiológica cuyo
centro son las funciones corporales que, separadas de su intrínseca fusión con
aquellas espirituales y afectivas básicas, convierten al individuo en autómata,
replicante o monstruo, ser a la vez doliente y dañino, condenado a una
existencia sin sentido, abocado a su ruina, es el origen del descarrilamiento
social del presente.
Viendo la descompuesta
situación actual se lanzan a culpar a las familias ¡de nuevo! de todos los
conflictos y a pedir más dinero, más mercancías, más funcionarios y más
servicios estatales, es decir a solicitar el aumento de los agentes creadores
del problema, abriendo así una espiral de devastación sin límites.
Los servicios del Estado
del bienestar son causa eficiente y principal de la destrucción de la infancia
y pedir más de esas mercancías es
colaborar en sus funestas consecuencias.
El Estado no puede
sustituir a las instituciones naturales humanas. El amor es el alimento
auténtico del desarrollo infantil, el crecimiento
de la humanidad en las criaturas no es posible sino a través de los vínculos
afectivos que no son una técnica, no pertenecen al ámbito de los conocimientos
especializados y no pueden ser comprados o vendidos porque forman parte de otro
ámbito. La familia, cuando es institución humana y no espurio producto del despotismo
estatal es el lugar donde esos procesos se han desarrollado de forma natural de
manera no perfecta pero sí genuinamente humana como procesos enraizados,
además, en la cultura y en la historia.
Donde asciende el Estado
y el capitalismo, progresa la profesionalización de los cuidados, los expertos
dictan las normas sobre las que se desarrolla la vida, se convierten las
necesidades básicas en servicios o mercancías, donde la familia es desaparecida
o bien despojada de sus funciones para convertirse en célula de consumo y
experiencias frívolas e intrascendentes, la infancia queda expuesta a la más
horrible de la torturas, la carencia de amor verdadero, la soledad más
destructiva, la falta de sentido de la vida y, por lo tanto, de futuro.
En “Refugio en un mundo
despiadado. Reflexión sobre la familia contemporánea” Christopher Lasch anota
que “La tensión entre la familia y el orden político, que en una etapa anterior
de la sociedad burguesa protegía a los niños y los adolescentes de la
influencia del mercado, disminuye gradualmente”, si en el pasado el grupo familiar
fue el santuario emocional que permitía crecer en un entorno seguro a las
criaturas y proporcionaba las herramientas básicas para enfrentar la vida con
lucidez y decisión, hoy los niños y niñas crecen sin resguardo ni abrigo
humano.
Lasch, que conocía de
primera mano los movimientos contraculturales de los años sesenta del siglo
XX, tuvo la clarividencia de ver su
carácter destructivo muy tempranamente y dibuja la imagen de una sociedad que
se despeña a la barbarie tanto en el texto citado como en “La cultura del
narcisismo”.
El trabajo asalariado ha
sido otro factor fundamental de destrucción de la institución familiar, los
padres y madres no viven ya con sus hijos sino algunos momentos de ocio,
consumo y, cada vez más, actividades mercantilizadas, no comparten la vida en
todas sus dimensiones por lo que terminan siendo unos desconocidos los unos
para los otros. Dice Bruno Bettelheim (“No
hay padres perfectos”) que “la sociedad opulenta ha separado las actividades
vitales del niño de las de sus padres, además ha puesto mucha distancia física
entre ellos (…) entonces todos sufren porque viven emotivamente distanciados
unos de otros”.
Las personas no podemos
vivir sin vínculos, al menos no como humanas, la satisfacción de las
necesidades vitales como indivisible unidad de necesidades físicas, psíquicas y
espirituales es la base material de los lazos afectivos, no es sustituible por
servicios y mercancías. La familia,
sobre todo cuando es familia extensa y compleja, trama orgánica sustentada en
la continuidad genética del parentesco y a la vez abierta y disuelta en la
comunidad de los iguales, es la mejor forma de crecer humanamente, hasta hoy no
ha sido superada por ninguna otra forma de agrupamiento humano. La sublime
comunión de las generaciones que nos fija a la línea de continuidad del tiempo
es el modelo ideal para una sociedad que aspire a ser sustento de las formas
humanas de vida.