Sublimidad y
aberración.
Sobre las
formas descarriadas
de la
maternidad
Soy militante por la maternidad y por la libertad
de las mujeres y los hombres en este trascendental asunto, he escrito muchas
veces la importancia que la maternidad/paternidad tiene en la mejora de la
sociedad y del individuo y, aunque siempre he matizado mi posición entusiasta
del acto genésico y la crianza, reconociendo la existencia de maternidades
enfermizas y malsanas, no me he detenido lo suficiente en la reflexión sobre
ello.
Quiero ahora iniciar un proceso de ahondar en las maternidades negativas, obsesivas y castradoras que confunden las necesidades de los hijos e hijas con las de la madre desarrollando de una forma egoísta una suerte de canibalismo afectivo, de uso cosificado de las criaturas a las que se impide crecer como personas complejas y completas siendo convertidas en puro objeto de consumo afectivo.
El relato de vida que me envía Teresa me parece más transparente que un largo tratado sobre la materia, expresa con claridad cómo una personalidad femenina mutilada puede destruir a los hijos e hijas. Durante el franquismo esa clase de mujer, deprivada en el terreno emocional, confusa y aturdida por el continuo adoctrinamiento de la radio, las altas jerarquías de la iglesia, la Sección Femenina y los manuales de crianza, se hizo demasiado frecuente dando origen a una maternidad sin amor, excesiva en lo formal, apegada de manera malsana a su prole y dependiente de sus hijos e hijas.
Lo cierto es que la buena maternidad exige amor, pero también sensatez, equilibrio, inteligencia, fortaleza, voluntad, capacidad de revisión de la propia experiencia, disposición para la escucha, para la convivencia, para la resolución de problemas complejos y concretos. Por ello la mujer tiene la obligación de construirse a sí misma como sujeto competente y capaz de asumir responsabilidades y dar solución a los problemas de la vida. Una personalidad femenina tullida, alienada y fragmentada es tremendamente destructiva para sus hijos e hijas.
Frente a las explicaciones simplistas que definen la maternidad de manera unilateral, como si todas las mujeres fuéramos la misma, como si todas las historias se resumieran en una, hemos de comprender la diversidad de la experiencia humana, su compleja riqueza de bienes y males, no para aprobar y reprochar sino para aprender y elevar la práctica social y personal.
Hay que entender que las desgracias de que hablamos no son el resultado de las peculiaridades psicológicas de algunas mujeres, no son un problema personal, sino que son tan dañinas porque se inscriben en un proyecto, en una estructura que impide el ascenso de las capacidades humanas y promueve la desorganización de la vida social y personal. En una sociedad constituida en la horizontalidad las limitaciones personales serían parcialmente compensadas por la influencia del entorno.
Teresa, una reflexión sobre la propia biografía.
Quiero empezar diciendo que mi madre era una buena
persona. De esas personas que son tan buenas que primero piensan en los demás y
después en sí mismas, aunque yo no sé si llamar a eso bondad o anulación.
Prado me invita a escribir unas palabras sobre la relación que tuve con mi madre, o mejor dicho la relación que mi madre tuvo conmigo.
Mis padres querían tener hijos, tres hijos pensaba mi madre, a poder ser niños. Pero la vida quiso que sólo pudieran tener una hija tras siete años de matrimonio, yo. Así que fui una hija deseada por mis padres, por los dos, aunque mi madre hubiera preferido que yo hubiera sido chico y así no paró de repetírmelo cuando salía el tema. El médico –entonces no se hacían ecografías– le decía que yo sería un buen futbolista por las patadas que daba.
No puedo ponerme en la piel de mi madre al parir y criarme. Y yo no recuerdo nada de ésta primera experiencia. Lo único que se es que para ella fue mucho trabajo y muy costoso. Mi madre no estaba sola, estaba mi padre que no se ocupó de mi siendo niña, mi tiet que estaba conmigo a todas horas, mis dos abuelos que me querían y mimaban y mi abuela que a su manera también estaba conmigo. además de os vecinos de la escalera.
Mi madre era una mujer inmadura, infantil. La madurez no la da el cumplir años evidentemente sino el proceso personal progresivo que hace que dejemos de pensar y actuar como niños o niñas y paseamos a actuar y pensar como personas adultas. Para ser madre es imprescindible pasar por este proceso de superación personal para poderle dar al bebé lo que necesita, y establecer una relación amorosa con él. Hay mujeres que piensan que tener niños o niñas es como jugar con las muñecas, que cuando te cansas las dejas a un lado y ya está. Pero tener criaturas es algo muy diferente. La muñeca no llora por la noche, no te impide descansar, ni siente ni padece. El niño o la niña sí.
La figura del padre y de la madre crearán arquetipos en el inconsciente y con ellos formarán parte de la personalidad más íntima de la criatura. Por eso su relación con los hijos e hijas es tan importante, tan básica.
Cuando la madre no consigue poner límites en su maternidad, cuando se da una fusión de la madre con la hija o el hijo, como fue mi caso, la experiencia es terriblemente dolorosa.
La madre te impide crecer, madurar, ser adulto, te impide ir creciendo y asumiendo responsabilidades. La personalidad no va floreciendo, se estanca, y como el agua estancada, se pudre.
De mi madre aprendí errores muy graves que harían de mi vida en la infancia y sobre todo en la adolescencia una experiencia terriblemente dolorosa.
No había límites en mi casa entre la vida infantil y la vida adulta, mi madre hablaba sin pudor de su vida matrimonial más íntima, de un intento de violación cuando era joven y yo sólo tenía once o doce años. Hablaba de los hombres de maneras inadecuadas y creó en mí terror hacia el sexo masculino y una concepción equivocada de la sexualidad humana.
Mi madre se apoyaba en mí, descargaba sus frustraciones conmigo y yo le hacía de confesora y de psicóloga siendo una niña. Yo nunca pude apoyarme en ella por la simple razón de que me daba miedo inconscientemente y me demostró que no merecía mi confianza.
Mi madre sentía celos de mí, yo resulté una niña inteligente y sensible y muy diferente de mi madre. Por eso mi personalidad tenía que ser ahogada para resultar ser un calco de la personalidad de mi madre. Todavía recuerdo su cuento preferido, era un cuento japonés en que al final la hija se miraba en el espejo y veía su cara como una copia perfecta de su madre muerta. A esto yo le llamaría violación psíquica.
Cuando más tarde, en mi primera adolescencia mi padre se acercó a mí para mantener una relación paterno-filial yo me aparté porque mi madre sentía unos celos terribles.
Mi madre ahogó en mí toda muestra de agresividad con lo cual crió un ser indefenso que no sabía poner límites a los demás y que iba por la vida muerta de miedo.
Ella no perdía ocasión para humillarme y no respetaba mis sentimientos. Todo sentimiento negativo lo tomaba como expresión de maldad interior.
Yo crecí interiorizando que yo era una mala persona y me identificaba con los “malos” en las películas y en la historia. No tenía amigos y amigas, y fui creando un mundo interior, paralelo al real, y también me refugiaba en los libros. Curiosamente mis padres me dejaban una libertad total a la hora de leer o de ver la televisión.
Cuando yo era niña pensaba que mi madre me estaba envenenado, y así era, pero no física, sino emocional y psicológicamente. Hizo de mí una niña sumisa, anulada, que sufría constantemente de angustia y que amaba la muerte ya que la veía como una salida a una vida tan desdichada. Me inutilizó para cualquier cosa que no fuera el trabajo intelectual.
Me hace gracia ahora como critican a las familias árabes que les ponen el velo a las niñas cuando tienen la menstruación. Cuando me vino a mí por primera vez se me acabó jugar a fútbol o a los columpios o a las carreras con los chicos del barrio. Tenía que portarme como una “mujercita”, se acabó el hacer de “marimacho”. Y mi madre me dijo que me llevara un libro al parque, y nació con ello una pasión que ella no podía ni imaginar.
Mi madre hizo de mí una niña reprimida, anulada, que le tenía miedo a la gente, a la vida en general.
Todo esto empeoró con la adolescencia. En mi casa la higiene y el cuidado de la imagen no tenían importancia ninguna, y mi imagen a los catorce, quince, dieciséis años, etc. era terrible. Nunca he sido presumida ni he cuidado mucho de mi imagen, - ni lo hago ahora – pero ir limpia y decentemente vestida es algo básico y mucho más a esa edad en la que se va dejando de ser niña y se va convirtiendo en mujer. Y por primera vez había chicos en clase. Me recitaban el pulcher pulchra pulchrum cuando entraba en el instituto, se burlaban de mí, y yo estaba metida como en una concha y tenía mi propio mundo personal para defenderme del exterior, ante el cual me sentía perdida e indefensa. Los años de mi adolescencia fueron de los más dolorosos de mi vida. Cuando alguna chica bienintencionada me decía que me vistiera de otra manera y yo se lo decía a mi madre ella decía que nanay, condenándome a la burla y al escarnio. Realmente en primero de bachillerato los profesores llamaron a mis padres y les dijeron si no tenían dinero para vestirme. Y mi madre lo repetía tan tranquila. Yo ahora veo fotos de la época y me pregunto cómo mi madre dejaba que yo saliera así a la calle. Yo pensaba que era fea y que nada podía hacerse al respecto y sufría mucho por ello, cuando lo cierto es que mi forma de llevar el pelo y de vestir era lo que me afeaba, además del hecho de no lavarme a menudo.
La única persona que se acercó a mí para ser mi amiga era una depredadora envidiosa, pero yo entonces no entendía ni sabía distinguir a la gente. Esa relación me aportó más daño que beneficio, evidentemente, pero yo estaba tan necesitada de amor que prefería unas migajas a no tener nada. A los diecisiete años viví una experiencia particularmente dolorosa que marcó por años mi sexualidad, sufrí un abuso sexual por parte del amante de una amiga que me llevaba diez años. Fue un abuso repetido y complicado que me enseñó que el sexo no era nada más que un intercambio de placer entre objetos, no entre personas. Y después de esta experiencia mis relaciones sexuales estuvieron marcadas por esta creencia, años después.
Mi madre ante cualquier conflicto siempre me echaba la culpa a mí, yo no tenía la menor presunción de inocencia. Hizo de mí un ser con un gran sentimiento de culpa, angustiado, sumiso. Ella quería que yo me casara jovencita, tuviera niños y fuéramos las dos paseando por el barrio, nunca tuvo en cuenta lo que yo pudiera querer.
Yo no sé que habría sido de mi vida si a los diecinueve años no me hubiera ido a estudiar a Madrid, pero eso fue mi salvación. El primer año conocí la tranquilidad. Después, la felicidad. Evidentemente volver a casa era horrible, pero yo me iba. En Madrid por primera vez encontré amigos y amigas de verdad, y mi personalidad se pudo desarrollar. Fui feliz, no aproveché académicamente lo que debía –aunque me licencié en dos carreras– pero viví, viví plenamente. Salí mucho, bebí muchos cubatas y fumé muchos cigarrillos, tuve líos aislados y sobre todo crecí y mi amor por la libertad, por la independencia, por la belleza, por el arte se fueron solidificando.
Viví una experiencia de amistad maravillosa con mi amiga Carmen y hasta fui mascota de un pub gay... De tanto en tanto tenía episodios cargados de culpa pero eran rápidamente subsanados. A los ocho años de estar en Madrid, con una vida hecha, mi madre enfermó de cáncer por segunda vez. Y yo volví a Tarragona para cuidar de mi familia. Fue la experiencia más traumática de mi vida. Dejaba atrás la libertad y la propia personalidad para volver a vivir en la anulación y en la angustia, sólo que ahora conocía la libertad y la felicidad con lo cual la experiencia era mucho más terrible. Mi madre murió a los once meses de volver yo, y después de un tiempo corto una depresión terrible me derribó. Hice terapia psicoanalítica con una buena profesional -continúo en ella– y pude, poco a poco, construirme. Ha sido una labor de años y de constante superación personal aprender límites –sin los cuales no puede existir libertad– aprender a defenderme, considerar la sexualidad humana como algo pleno y relacionado con los sentimientos, perder mi miedo a la gente y a los hombres en particular, aceptar responsabilidades –sin la cual la libertad tampoco puede existir-. Tuve también todo el amor y el apoyo de mi padre, que aceptó que yo fuera poeta y lo fomentó, a pesar de que ser poeta no es ninguna profesión y de saber que la poesía nunca me daría dinero. A pesar de mis dos licenciaturas mis trabajos nunca han estado en concordancia con ellas, pero eso ni a mí ni a mi padre nos importaba mucho. Mi padre sólo quería que yo me hiciera adulta y que fuera feliz y me aceptó tal y como soy, sin pretender cambiarme ni un ápice. Su muerte supuso una gran recaída en la enfermedad que tengo, un duelo terrible de tres años y medio, pero ahora he salido fortalecida pues he podido interiorizar en mí sus cualidades de amor y de fortaleza.
La experiencia de mi infancia y de mi adolescencia
ha impedido que yo pudiera ser madre, y a cambio me ha dado un gran amor por la
creatividad, la poesía y el teatro fundamentalmente, que es el motivo y el
sentido de mi vida.