LA
MUERTE COMO ORIGEN
La meditación sobre la muerte
está hoy ausente de nuestra cultura, nada mejor que esto representa la
condición de humanidad incivilizada que nos define. La huida de la certeza de
que hemos de morir anima una cultura de la frivolidad, la narcotización, el
desenfreno y la barbarie.
La reflexión sobre la muerte
debería ser una constante en nuestra vida, pero no es fácil, la conciencia de
la finitud, de nuestra condición mortal es uno de los retos más difíciles que
afronta la vida consciente. Desde el comienzo de la humanidad la ritualización
de la muerte ha sido un recurso imprescindible para aceptar este trance y dar
sentido a la vida.
La tradición popular en nuestro
suelo designó un día al año para meditar especialmente sobre la muerte y rendir
homenaje a los muertos, en primer lugar a los propios, a los ancestros y al
propio linaje, era el uno de noviembre que coincidía con la celebración
cristiana del día de todos los santos pero que, en el pueblo, superaba lo
estrictamente canónico o religioso.
La conexión entre los vivos y
los muertos, la permanencia de los familiares desaparecidos marcaba el ciclo de
la vida como una espiral infinita de existencia, situaba a cada individuo en el
hilo del tiempo, en su condición de ser de la historia que recibe experiencia y
vida y también las construye para el devenir lo que implica un permanente
movimiento de muerte y regeneración, de pérdida y construcción, de extinción y novedad,
de acierto y error en un ciclo eterno que se compone de elecciones personales y
colectivas.
La percepción humana de la
muerte es más que el hecho puro del fin material de cada ser vivo, para la
conciencia representa la finitud, la decadencia, la huella del tiempo en cada
uno de nosotros, el conflicto entre lo que se puede pensar y aquello que es
hacedero por el individuo, la limitación consustancial de todo lo humano.
Pero en su complejidad la muerte
es también el polo que da sentido a la vida. La existencia humana, cuando no
tiene una significación, cuando carece de metas trascendentes, deja de ser plenamente
humana. Solo cuando la vida puede perderse por un fin que la trasciende pasa a
formar parte de lo sagrado, de lo verdaderamente valioso e inestimable. Hoy
toda muerte es un sinsentido como lo son las vidas entregadas a un quehacer incesante
y absurdo, llámese trabajo o consumo u ocio, todo lo que hacemos es
insustancial y vano y es de ello de donde procede el moderno horror a la
muerte, el pánico ante lo inevitable. El
pensamiento moderno es incapaz de percibir
la muerte como un acontecimiento natural, para un sujeto egocentrado y limitado
a un narcisismo que es en realidad la completa soledad existencial la muerte es
siempre catastrófica.
Más la muerte es mucho más que
el fin material de los seres, es más que la muerte de la carne, forma parte del
ciclo natural de la vida no solo física sino espiritual. Igual que la natalidad
se superpone a la muerte de los predecesores, también la vida del espíritu se
asienta sobre las experiencias de muerte y extinción. A todo nuevo camino le
precede la vivencia de la pérdida, el conocimiento del vacío y de la nada, el
sentimiento de falta y de desgracia.
Nada hay que pueda ser construido sin el duelo y la tristeza por lo perdido,
porque toda elección implica una renuncia.
Permitir la muerte dentro de
nosotros mismos es la única esperanza de regeneración de lo humano pues nada
podrá nacer sin pagar su cuota de dolor y de agonía.