UNA NUEVA REFLEXIÓN
SOBRE LA FAMILIA
“En aquellos días buscarán los hombres la
muerte y no la
encontrarán, desearán morir y la muerte
huirá de ellos”
Apocalipsis, Juan 9,6
Como me comprometí, traigo aquí el resultado
de mi reflexión, no la creo terminada y seguramente quedarán muchos aspectos sin
tratar y contendrá algunos errores y desaciertos, en un asunto tan difícil necesitaremos
un largo recorrido de pensar y debatir colectivamente.
NOTA PREVIA
Es
necesario aclarar que, si bien toda agrupación humana basada en el parentesco
es llamada familia, la diversidad en este asunto es tan grande, la variabilidad
según modelos culturales tan notable, que es necesario acotar los términos de
esta reflexión.
Aquí
me refiero únicamente al modelo occidental de familia, más en concreto a la
realidad de esta institución en la Península Ibérica, que proviene de dos
fuentes históricas contradictorias entre sí, el modelo patriarcal de origen
romano y el modelo consuetudinario y popular basado en la fusión del
cristianismo original o antiguo con la memoria de las culturas prerromanas, dos
patrones que se han materializado según las épocas no de forma pura sino, en
muchos casos, conectadas y combinadas de distintas formas.
Esta
cuestión que se aborda en la primera parte del libro “Feminicidio y
autoconstrucción de la mujer” será más desarrollado por mí en la segunda parte
que está por escribir. En el artículo que sigue esbozo la situación actual y
sus raíces más cercanas.
LA CRISIS DE LA
INSTITUCIÓN FAMILIAR
Hablar de familia es hablar de dolor y de
amargura, lo cierto es que vivimos tiempos de tribulación y de desastres, las
angosturas de la economía son poca cosa comparada con esa otra crisis de
proporciones devastadoras que amenaza la civilización como la hemos conocido,
que violenta la vida en tanto que vida humana y desmorona la estructura de
seguridades, vínculos y soportes de la existencia del sujeto.
Esa otra crisis, que lo es de la condición
humana, de las capacidades del sujeto en todas sus dimensiones, intelectivas,
volitivas, morales, relacionales, proyectivas e históricas, es el contexto en
el que se inscribe el malestar de la familia que no se puede entender fuera de
este espacio-ambiente.
No podemos obviar que la institución
familiar es construcción histórica que se define en los rasgos de la época, por
su concreción espacio-temporal, por lo que debemos abstenernos de operar con
abstractos universales, la familia es lo que es, aquí y ahora, como producto de
las numerosas operaciones a que el Estado la ha sometido, pero no solo por
ellas, sino también por la aceptación y colaboración que en estos proyectos hemos
tenido quienes sufrimos sus consecuencias.
Sería ridículo negar que las relaciones, no
solo las familiares, sino todos los vínculos y lazos sociales, se han
convertido hoy en fuente principal de sufrimiento y angustia; lo que hoy
llamamos familia es la sombra fantasmal de la antigua institución humana, en
realidad el espacio vacío que está dejando su disolución, el lugar donde la
frustración y las carencias se descargan creando una espiral que arruina a la
vez la estructura y a los sujetos que viven en ella.
DESARROLLO HISTÓRICO
DE LA CRISIS
El proceso de esa descomposición tiene unos
hitos y un recorrido en el tiempo. La familia moderna no puede entenderse
separada de la Constitución de 1812 y su
realización en la vida privada a través del Código Civil de 1889. Estas
operaciones fueron resistidas de forma apasionada y vigorosa por el pueblo, el
cual defendió su costumbre frente a unas leyes que proscribían el amor como
fundamento de la vida en común, para convertir los lazos familiares en un
contrato regulado por las instituciones del poder y que limitaban por ley la
complejidad de relaciones a que accedía el individuo en la familia extensa,
confinándolo en la angostura de la familia nuclear. Pero esta maniobra terminó
por imponerse a través de acciones complejas de represión, transformaciones
estructurales y manipulación de las conciencias.
El franquismo culminó el proyecto de familia
del liberalismo y acometió los primeros pasos de su liquidación. Al desplazar a
millones de personas del campo a la ciudad, alteró de forma sustancial las
formas de existencia milenarias que tenían un enorme arraigo y dificultaban la
ordenación de la vida social desde el poder. La ciudad ha sido siempre la tumba
de la familia y de todas las relaciones horizontales, el lugar donde el Estado
se hace fuerte y triunfa la organización jerárquica de la vida.
Sin redes de apoyo mutuo, apartadas de sus
formas integradas de trabajo para ser encerradas entre las cuatro paredes de
los deplorables habitáculos reservados a la clase obrera o arrojadas (pocas al
principio y luego una gran proporción) al infame y deshumanizador asalariado, las
mujeres sufrieron un colapso. Sus costumbres y sus convicciones dejaron de ser
funcionales en el ambiente hostil de las grandes urbes; esto, junto con el
ascenso de sistemas de adoctrinamiento nuevos y muy poderosos como la radio
(con una capacidad de crear opinión infinitamente superior a la del clero),
arrasó la psique de un buen número de ellas y creó un nuevo modelo femenino que
llenó el vacío de su existencia interiorizando las consignas del régimen,
afirmándose en la estrechez de la domesticidad mezquina del ama de casa y
asfixiando en ese ambiente irrespirable a sus familias. Muchas ahogaron su
conflicto interior sumándose a la ideología promocionada por la Sección
Femenina y la Iglesia de victimizarse y culpar a los hombres de todos sus males,
y así surgió ese tipo de esposa-madre gruñona y regañona, insatisfecha y
resentida, hiperactiva y castradora que trabajaba incansable y atendía las
necesidades de los suyos con un asistencialismo indiferente afectivamente,
liquidando de esa forma el amor como sustancia de la vida familiar y
convirtiendo muchas veces el hogar en un infierno.
También desapareció el padre que, trocado en
varón sustentador que se dejaba la piel en el tajo y en la fábrica, con
jornadas interminables y horas extras, aún le quedaba algún tiempo para el
pluriempleo o la chapuza y unas pocas, a veces muy pocas, horas para el sueño. El
trabajo se convirtió para muchos hombres en un vicio al que se sumaron otros
como el tabaco y el consumo de espectáculos deportivos, el embrutecimiento se
manifestó como la mejor fórmula para soportar una vida infrahumana. La condición
y forma de vida de asalariado era continuación de otra experiencia odiosa, la
mili, la temprana incorporación al cuartel con un servicio militar que, en el
primer franquismo fue especialmente largo, le enseñaba a despreciar a las
mujeres, hacer uso de la prostitución y beber para olvidar su triste condición
de ser-nada en el ejército. Con todo ello el hombre entró en una espiral de
degradación y dejó de ser una figura de referencia para su prole en el ámbito
de la educación y el aprendizaje de las habilidades y competencias para la
vida; apenas conocía a sus hijos, para los que también él era un desconocido,
se limitaba a trabajar y conseguir el dinero para pagar las facturas.
Las relaciones de pareja dejaron de tener
entidad propia entre personas que vivían separadas y ajenas en lo sustancial, cada
cual en sus labores. Las conversaciones del matrimonio solían girar en torno a
lo doméstico pero, sobre todo, en torno al dinero, ya que éste empezó a ocupar
el centro de todas las aspiraciones; como mucho se conservó durante un tiempo el
escarceo libidinal de los días de asueto, que a menudo no llegaban ni a uno por
semana.
Los hijos le fueron confiados a un sistema
educativo que era la espina vertebradora del incipiente Estado del bienestar,
allí aprendieron a apreciar unos títulos que significaban la posibilidad de
ascenso social y mayores ingresos, y a despreciar a sus padres, sus orígenes y las
formas de existencia de sus antepasados.
El grupo de las mujeres que se coaligaron
con el franquismo e interiorizaron su cosmovisión veía a sus familias como un
ejército dispuesto a la lucha sin cuartel contra las otras familias, sólo en
ese aspecto se constituyó el grupo humano como realidad colectiva, la
competitividad y la rivalidad generaron una profunda corriente de antipatía
hacia esa institución. Si se estudia sin prejuicios lo acontecido, es fácil ver
que la defensa de la familia que hacía el régimen de Franco fue más formal y
verbal que verdadera, pues su práctica era muy destructiva en ese asunto.
Lo que quedó de la institución familiar después
de estas operaciones era poco, las nuevas ideas de progreso trastocaron los
valores que habían regido la vida en común basada en las instituciones
naturales y ancestrales, las necesidades básicas se empezaron a considerar en
términos monetarios, de consumo de cosas y servicios. El aumento de la riqueza
y la previsión de que el futuro sería aún más pródigo y abundante desalojó en
el imaginario social todo interés por aquellas necesidades inmateriales que
eran el fundamento y la concreción práctica del amor en la vida comunitaria.
Convertido en puro sentimiento, el amor era en el mejor de los casos un estado
de adhesión superficial y la mayoría de las veces, simplemente nada.
Como decía hace unos días en “Suicidas,asesinos y otras desventuras”, las necesidades vitales físicas y
afectivas, es decir, las necesidades materiales e inmateriales de los seres
humanos, son una unidad indisoluble, y su disociación crea individuos cuyas
carencias provocan un desequilibrio físico y psíquico más grave cuanto mayor es
la escisión. Por ello la generalización de las modernas (y dirigidas por
expertos) pautas de crianza basadas por un lado en técnicas y por otro en el
uso de servicios y objetos de mercado que mantenían la centralidad del consumo
en la vida familiar, generó un crecimiento del conflicto en el hogar, conflicto
que sobrevenía por la perpetua insatisfacción afectiva, existencial y vital de
sus miembros y la rotura de la interdependencia, alimentado además, en el caso
de los hijos, por el advenimiento de una nueva cultura juvenil que hacía de la ruptura
con las generaciones anteriores y el enfrentamiento con los padres sus señas de
identidad.
Estos procesos que fueron acelerados con la
expansión del Estado del bienestar iniciado con Franco y completado en la
sociedad post-franquista, terminaron de liquidar una institución ya muy
deteriorada que, ahogada por los servicios estatales, carecía de funciones
reales y era un puro aglomerado de seres que, en el mejor de los casos,
compartían algunos momentos de ocio o actividades triviales. Fue demasiado
fácil para los intelectuales de izquierda y los nuevos redentores a sueldo como
los psicólogos, psiquiatras, educadores etc. hacer la crítica demoledora de
algo que era ya puro despojo.
Pero lo cierto es que la familia, incluso en
sus expresiones más dañinas, permitía un grado más o menos grande pero real de auto-construcción
consciente y elegida por sus miembros, de reconstrucción, regeneración o
rectificación por la acción libre; por ello, en el periodo tratado, la
totalidad de las familias no se ajustaban al esquema antes descrito y todavía
algunas minorías establecían una forma más o menos integrada de vida en común.
Por el contrario, el Estado asistencial no admite
ningún rango de elección ni autogestión, tampoco de construcción a escala
humana; el sujeto que recibe su protección es únicamente receptor y no
copartícipe, es decir, es ser pasivo, objeto de amparo pero no autor, no hay tampoco
reciprocidad porque el usuario paga pero no elige el producto que recibe, cuyas
condiciones y propiedades le son dadas desde fuera. Además las prestaciones del
Estado son frías y desafectas mercancías que no pueden cubrir las necesidades
más esenciales de los sujetos a los que se dirigen, las inmateriales, por eso los
llamados servicios públicos que hoy se defienden como conquistas preciosas del
pueblo son el instrumento de las mayores nocividades y menoscabo de lo humano
que hemos conocido en siglos.
Lo que hoy llamamos familia no lo es en
realidad, no hay en ella unidad orgánica, entidad colectiva con señas propias;
eso fue en el pasado no solo la unidad familiar sino la comunidad horizontal
toda, un organismo con personalidad propia. Lo explica soberbiamente, en sus
detalles concretos y singulares, Santiago
Araúz de Robles en “Los desiertos de la cultura. Una crisis
agraria”. Al estudiar la destrucción de la sociedad rural tradicional
en la que él mismo había vivido su niñez en las aldeas del entorno de Molina de
Aragón, en Guadalajara, señala como esa fuerza de lo común no quita valor a la
singularidad de sus componentes, sino que, por el contrario, se alimenta
precisamente de la originalidad y la calidad de cada uno. Hoy marchamos hacia
una sociedad de individuos atomizados incapacitados para la convivencia,
encerrados en sus propias limitaciones, en la estrechez de un egoísmo que no
llega a ser ni siquiera egoísmo inteligente, sino que se queda en egocentrismo
insensato y ofuscado.
Vemos pues que la aflictiva situación actual
en que la vida familiar se convierte en experiencia doliente y lúgubre no es
consecuencia de la existencia de esa institución sino de su disolución, un
proceso del que no podemos tenernos únicamente por sufrientes víctimas porque
nuestra colaboración activa o pasiva ha sido elemento decisivo de su desarrollo.
Tenemos que entender, además, que estas operaciones son estructurales y solo
tienen solución verdadera desde la perspectiva de una revolución integral que
sume a la subversión de las formas de organización social, política y económica
una auténtica transformación interior del sujeto humano y con él de sus
instituciones de convivencia.
LA FAMILIA EN LA
CONSTRUCCIÓN/DESTRUCCIÓN
DE LA PERSONA Y LA
COMUNIDAD
Las relaciones humanas no pueden desplegarse
como abstracción, como amor y armonía universal e impersonal, tienen un
componente terrenal y físico, una concreción en la comunión de la vida y de sus
requerimientos esenciales. La vida humana es un complejo de necesidades y
actuaciones físicas, psíquicas, relacionales, espirituales e históricas que se
realizan de forma singular y material, por ello necesitan de unas instituciones
y una organización que son la forma
concreta que adoptan estas realidades. Son su continente.
En el pasado estas estructuras de
convivencia eran múltiples y complejas, cada individuo accedía a una gran
variedad de relaciones en distintos planos; algunas se basaban en una suave
jerarquía de orden natural, otras eran plenamente horizontales e igualitarias;
algunas proporcionaban vínculos profundos y de intimidad, otras estaban regidas
por la cortesía y cierto protocolo; unas eran elegidas y buscadas y otras eran
dadas; todas ellas eran relaciones afectivas en distintos grados y cualidades.
Por supuesto no todo era armonía, equilibrio y satisfacción, existía el
desencuentro y las diferencias e incluso las desavenencias pero, en general, se
observaban ciertas normas y guías de acción basadas en la costumbre que hacían estas
situaciones no antagónicas en la mayor parte de
los casos. El ideal de la concordia era un freno al conflicto abierto
porque se consideraba que la fraternidad debía conservarse por encima de los
desacuerdos, y que las relaciones, cuando sufrían daños, debían ser reparadas.
Esa diversidad y multiplicidad de
experiencias sociales generaba personalidades de abundantes matices y valores,
de gran competencia y versatilidad, de excelentes capacidades para el
compromiso con los otros, competentes para situarse en las múltiples
dimensiones que puede adoptar la relación humana, es decir, creaba auténticos
atletas de la sociabilidad.
El mundo moderno comenzó por atacar la
diversidad, hacer incompatible lo que antes era integrado y fusionado en el
todo de la existencia social del sujeto. Se sacralizó una familia encerrada en
sí misma que devenía en relaciones patológicas por el exceso de emociones y
atenciones que, sobre todo los hijos, recibían. Contra esta desviación se
alzaron otras voces que consideraron que todas las relaciones no elegidas debían
ser rechazadas, que la afinidad había de ser el todo en el trato social,
reduciendo así de forma rotunda la experiencia relacional del sujeto y, por lo
tanto, su capacidad para vivir en común y destruyendo los conocimientos
adquiridos durante generaciones que daban continuidad a la comunidad popular.
Ese sujeto empobrecido admitió de buena gana la “verdad” de la publicidad y la
propaganda, que las relaciones entre las personas habían de regirse por los
mismos criterios que las relaciones con los objetos en la sociedad de consumo (cuando
algo se estropea se sustituye), perdiendo, con ello, la habilidad para reparar las
relaciones afectivas tras los inevitables conflictos.
Se perdieron también los conocimientos
elementales del trato horizontal y, mientras se peroraba contra todas las
jerarquías, incluso las inevitables, se permitía e impulsaba el ascenso de la
supremacía ilegítima del Estado, la más inicua de las jerarquías. Finalmente,
se fabricaron un conjunto de conflictos que mediarían todos los encuentros
entre iguales y que se convertirían en el centro de éstos: el antagonismo entre
las mujeres y los hombres, la oposición de los hijos hacia los padres, la
rivalidad entre hermanos, la competencia con los cercanos y, en general, la desconfianza
hacia los demás haciendo buena aquella infausta sentencia de Sartre, “el infierno son los otros”. Se victimizó
ora a los niños y niñas ora a las mujeres, dotando a cada sector de un programa
reivindicativo enfrentado con el resto. Las divisiones corporativas creadas
desde arriba confinaron a cada grupo en su mundo, separados los unos de los
otros.
Por todo lo dicho, la defensa de los
vínculos familiares solo puede hacerse desde la restauración de los lazos
sociales en su multiplicidad y diversidad, dentro de ellos y no aislados de
ellos y desde la recuperación del sentido común y la sensatez. La familia como
familia nuclear y desintegrada de la vida social en su plenitud no puede ser ni
existir como institución positiva, pero la vida social sin la célula familiar
queda gravemente dañada pues está condenada a la despersonalización y burocratización
de las actividades vitales básicas.
La pertinencia de salvaguardar esta estructura
tiene que ver con la naturaleza de la existencia humana, la cual implica que
tanto su inicio como su conclusión sean etapas de fragilidad y dependencia.
Cuidar para la vida y cuidar para la muerte conforman dos experiencias cardinales
de nuestra humanización, pero estos cuidados no pueden ser institucionalizados
sin perder su idiosincrasia y arruinar la propia humanidad, por lo tanto tienen
que procurarse en las organizaciones primarias de convivencia. Las necesidades esenciales
solo pueden ser cubiertas desde los afectos y los vínculos trascendentes si lo
humano ha de seguir siendo eso, humano.
Si aspiramos a pergeñar la imagen de una
sociedad sin Estado ni capitalismo, una cuestión cardinal será la forma como entendamos
la convivencia social. Los intentos que se han hecho por superar la familia,
tales como los de los utopistas del siglo XIX que, hablando de libertad,
diseñaron comunidades ultra-reguladas; o las comunas de la contracultura que se
presentaron como una nueva forma de parentesco electivo, fueron experiencias
más destructivas para los individuos que la institución familiar, hasta tal
punto que los conflictos interpersonales en unos casos o la pura indolencia y
abandono, arrasaron esas comunidades.
Por el contrario debemos reencontrar el
camino a refundar la complejidad de la relación humana. En ella la familia
seguirá teniendo, a mi entender, una función positiva innegable, pues aporta
una práctica que no es sustituible por otras experiencias. En el grupo familiar
se configuran una trama de vínculos de muy variada naturaleza; hay relaciones
electivas (las de la pareja), otras mixtas (pues se elige tener hijos pero no
quienes serán los hijos), otras son dadas (los hijos no eligen a sus padres, ni
en general a los hermanos), y con todo ello se configura una comunidad que ha
de construirse como un organismo vital, aunque enlazado al mundo y a la
comunidad más amplia por múltiples lazos.
Estas peculiaridades hacen que ni la
afinidad ni la justicia conmutativa puedan ser la base de la relación en la
familia; por el contrario, su fundamento es el amor compartido, el ser
responsables los unos de los otros y no cada uno de sí mismo únicamente. Para
ser verdadera agrupación humana, la familia no puede basarse en el contrato,
sino en el amor recíproco. Todos sus miembros se sienten, por amor, obligados a
entenderse y ayudarse, a aportar tanto como sea posible al común y compartir la
vida en lo que la vida es, con su dulzura y su dureza. El amor, como concreción
de la decisión previa de amarse, está por encima de la identidad de ideas, del
contraste de temperamentos, de la diversidad de personalidades, de las
diferencias de perspectivas.
La idea de que la vida familiar ha de
fundarse solamente en el bienestar y la armonía ha sido una de las más
destructivas de la convivencia y la que más conflictos ha creado a base de
denostarlos. Los años sesenta fueron prolíficos en textos y catecismos
dirigidos a reformar las relaciones entre las generaciones y a hacer felices a
los sujetos, pero nunca han asumido ni han explicado que la infelicidad sea
hoy, aplicadas sus recetas, mayor que nunca.
La vida familiar fue también una experiencia
de total comunidad de bienes; durante mucho tiempo la colectividad vecinal lo
era también pues el comunal representaba la parte más importante de la economía
rural en muchas zonas. Compartirlo todo es una experiencia de confianza mutua
que dota al individuo de una enorme seguridad e invulnerabilidad y tiene su
correlato en la seguridad y energía interior, elementos decisivos para que
pueda volcarse en la acción y el compromiso con el mundo.
Proporciona también relaciones de intimidad,
y ésta es una necesidad humana básica. Tenemos mundo interior y compartirlo es
un grado superior de espiritualidad, ese estado de comunión íntima que se
alcanza en ciertas relaciones, no solo en las familiares sino también en las de
amistad y de amor sexual, es fundamento de la vida humana buena.
Las relaciones familiares no son
estrictamente igualitarias pero sí horizontales; la igualdad se realiza en la
escala temporal, hay jerarquía pero debe existir sólo durante los periodos en
que la desigualdad es objetiva, real, y desaparecer cuando ésta se acaba; cada
sujeto tiene periodos de dependencia a lo largo del ciclo vital, de modo que
ocupa lugares diferentes a lo largo del tiempo. El igualitarismo a ultranza es
una idea delirante porque niega que la desigualdad existe de forma objetiva en
muchas ocasiones; es por ello, casi siempre, una falsa de igualdad, puramente
formal.
En una asociación de desiguales también las
necesidades son desiguales, pero todos tienen necesidades y han de ser
articuladas y cubiertas; ello ha de hacerse autogestionadamente, dentro del
grupo familiar. La familia moderna que se basa en una concepción simplista y
necia olvidó esta verdad y creó un sistema que emula al Estado del bienestar en
donde unos son dadores y otros receptores; esto corrompió gravemente la vida
familiar porque puso el interés y el egoísmo en el centro de la vida y arrancó
el amor. Además, creó una jerarquía (porque el que da, manda) y una resistencia
a la autoridad, es decir, enfrentó y dividió a los que antes estaban unidos.
Los hijos, asimismo, se convirtieron en tiranos insaciables y violentos dedicados
a explotar a sus padres. El privilegio y el egoísmo son venenos letales para
cualquier comunidad humana.
Existe, debe existir, la reciprocidad en
todo, el servirse los unos a los otros por amor, pero ésta no se puede realizar
de forma simple, no es una operación aritmética. El equilibrio entre lo que se
recibe y lo que se da se efectúa a través de valores no siempre equivalentes;
la compensación se produce también a lo largo del tiempo y en la escala global.
Esto fue así en la sociedad tradicional anclada en la costumbre y no en la ley
positiva del Estado porque se valoraba sobre todo que el equilibrio se
produjese en la forma de equilibrio social, es decir, todo el mundo consideraba
que el dar y el recibir debía ponderarse en el conjunto de la comunidad y no en
la forma de una transacción entre individuos concretos basada en la ley del
valor. Hay una visión universalista y un principio de la confianza en que todo
el mundo deseaba aportar al máximo de sus posibilidades, por eso cada miembro
trabajaba a favor del resto desde muy pronto y hasta que sus fuerzas vitales se
lo permitían, lo que hacía la vida fácil, integrada, y a cada persona valiosa y
respetada. Cuando este delicado equilibrio ecológico se fracturó, la muerte de
la familia estaba decidida.
COMPRENDER Y
AFRONTAR
EL PRESENTE DE LA
FAMILIA
Aún
nos queda por pensar aquello que es más difícil y doloroso, qué hacer con la
familia que hoy tenemos o la que nos falta. Cuando reflexionamos sobre la vida
común lo que se nos viene a la mente en primer lugar es desolación, ruina. Para
cada vez más personas vivir en familia es una experiencia aflictiva.
El
enfrentamiento entre los sexos, inducido desde las alturas, ha alcanzado tales
niveles que las mujeres y los hombres, cuando no se odian, se desconocen, se
rehúyen y se temen, mucha gente, después de experiencias muy destructivas, no
se siente capaz de comprometerse de nuevo, de manera que el número de individuos
que basan sus relaciones en un compromiso vital es cada vez menor, ésta
comienza a ser una práctica rara, escasa
y de ínfima relevancia social.
Las
relaciones entre padres e hijos son, para un número muy grande de familias, una
fuente de atroces padecimientos. Las agresiones de los hijos e hijas sobre todo a sus madres, son cada vez más
frecuentes (se habla de un crecimiento de un 50% anual). Es lógico, porque la
adolescencia se ha convertido en una etapa de degradación y embrutecimiento
extremos; las chicas y chicos que han vivido siempre ajenos a sus padres,
confinados en un sistema educativo que destruye a la vez el pensamiento, la
socialidad y el sentido moral, entregados al alcohol y las drogas cada vez a
edades más tempranas ¿podrían tener altos valores y sentido ético? ¿ sabrían
amar y respetar a unos padres a los que no conocen y a los que consideran
únicamente como sus patrocinadores en lo económico? ¿Cree alguien que poner una
asignatura en el currículo puede resolver problemas tan trascendentales?
También
crece el maltrato infantil, aunque en nuestro entorno ha sido siempre bastante
menor de la media mundial, vemos que aumenta exponencialmente con lo que se
igualará con ésta en unos años, este asunto está muy relacionado con las
campañas de los feminismos sobre el impacto negativo que la maternidad y la
crianza tiene sobre las mujeres, sentimiento que ha hecho desaparecer la inigualable
devoción que tenía la sociedad tradicional por la infancia. El modelo de
crianza desestructurado y caotizado está siendo devastador para las criaturas,
el aumento de los trastornos psíquicos en edades tempranas es la plasmación de
una violencia estructural contra la infancia.
La
violencia intersexual, la que perpetran los hombres sobre las mujeres, de la
que se conocen los datos, y la que ejercen las mujeres sobre los hombres, que
se oculta en las estadísticas, sigue creciendo en cantidad y en dureza.
Pero
la más dramática de las violencias tal vez sea la que se practica con los
ancianos y sobre todo con las ancianas, pues las mujeres viven más años. Éstos,
que deberían ser respetados especialmente y valorados por su experiencia de la
vida, tomados como referencia y guía en muchos asuntos trascendentes, son
abandonados, atropellados e institucionalizados en masa, el número de ellos que
padece graves secuelas psíquicas y físicas es asombroso, la desnutrición, por
ejemplo, es tan frecuente entre este sector de la población que los hospitales
lo tratan con un protocolo común y cotidiano.
Un
gran número de personas están siendo destruidas por esta mixtura de insensibilidad,
desunión, incomprensión y agresión que es hoy la convivencia y que representa una auténtica catástrofe civilizatoria,
nuestras formas tradicionales de vida social están en ruinas y en esa
desolación hemos de vivir. La decisión de morar en la realidad, aún cuando ésta
sea tan amarga, es la única correcta, no debemos huir del horror, tenemos que
ser capaces de sostenernos en él para que exista alguna posibilidad de
transformarlo. Esto significa que la moderna noción hedonista que toma el
bienestar y la tranquilidad como meta es muy inapropiada para abordar los
grandes problemas de la existencia a los que tenemos que hacer frente hoy.
La
actual crisis será un punto de inflexión en estas cuestiones. Si en los últimos
años se convenció a una multitud de que el Estado del bienestar había ¡por fin!
liberado a las personas de las relaciones humanas comprometidas y que ello nos
haría más libres y más felices, ahora la crisis económica dejará desamparados a
los que ya no son capaces de valerse por sí mismos ni poseen vínculos suficientemente
fuertes con sus iguales para autogestionar sus necesidades básicas.
Todavía
en el presente la familia continúa siendo el colchón que salva a una parte de
los caídos por la crisis, pero tenemos que
ser conscientes de que esto se hace a expensas de las generaciones más
mayores que siguen considerando que las responsabilidades contraídas con los
suyos deben ser asumidas incondicionalmente, pero una gran parte de esa
generación no supo enseñar a vivir según esos principios a sus hijos de modo
que con ellos acabará, no una época histórica, sino un modelo civilizatorio. Lo
que vendrá después apenas podemos intuirlo pero si comencé el artículo con una
cita del “Apocalipsis” fue, precisamente, pensando en un previsible futuro si
las tendencias actuales se afirman, como hoy por hoy está pasando.
Una
vez se haya constituido la muchedumbre solitaria que está emergiendo, el
individuo-a será el rehén perfecto de la empresa y del Estado, un ser completamente
manejable por el poder.
Las
posibilidades de dar un giro a los acontecimientos son pequeñas pero no
inexistentes, por lo tanto merece la pena pensar en ellas, preocuparse por ello
es ya, por sí, parte del proyecto de regeneración social.
Recuperar
los vínculos familiares no es tan fácil como desearlo, la institución que
conocieron nuestros ancestros fue una construcción singular (no fue la misma ni
en todos los tiempos ni en todos los lugares aunque conservó rasgos esenciales
durante siglos). La familia se sostenía sobre la urdimbre de un sutil tejido de
prácticas, conocimientos, hábitos y aprendizajes, un delicado hábitat en el que
algunos cambios podían alterar de forma trascendental todo el conjunto como ha
sucedido.
El
amor desinteresado y la entrega incondicional que en el pasado eran
fáciles y equilibradas conductas
practicadas por todos hoy son, mal entendidos, un fenómeno de gran nocividad
porque, en la mayor parte de los casos, el sujeto al que se dirigen no es el de
antaño, un individuo autoconstruido e inclinado a vivir también en la entrega
amorosa, sino una persona volcada sobre los principios del interés personal, el
máximo beneficio, el cálculo y la valoración en prebendas y privilegios de toda
acción (para eso es aleccionado cada día desde múltiples frentes). Entregarse a
los demás sin tener en cuenta las condiciones concretas de las personas sobre
las que se derrama el amor es alimentar esos valores dañinos y perjudica por
igual a quienes reciben esas atenciones y a la vida social.
En
la actualidad la función maternal se ha convertido muchas veces en un fenómeno
perturbador, muchas mujeres tenemos una necesidad íntima de amar y servir a los
que amamos de manera incondicional y no hemos analizado con suficiente lucidez
si esas formas del amor son positivas o negativas en las condiciones singulares
del presente. Amar sin correspondencia, con completo desinterés, es un acto de
gran valor en un sentido pero, en determinados contextos, puede ser
profundamente pernicioso porque estimula el mal personal y el mal social, es,
en realidad, una forma adulterada de afecto porque para que el amor sea
auténtico debe dirigirse a mejorar y elevar a aquellos a los que se dirige y a
aumentar el grado del amor de forma universal, algo que, en esos casos, no se
produce.
La
construcción de estos estilos afectivos extraviados que se sostienen en el
impulso y orillan la inteligencia, la reflexión y el conocimiento como factores
co-fundantes del amor, que es acto integral de la persona, es una de las
grandes enfermedades de la sociedad presente. La simplificación de estos
asuntos que ha hecho la modernidad es, por sí, una forma de adulteración y
destrucción del amor.
La
recuperación de la trama del compromiso humano requiere de un conjunto de
acciones y elecciones en muchos planos diferentes, articuladas y jerarquizadas
entre sí, interdependientes y enlazadas con la situación concreta-singular de
la sociedad en que se desarrolla. La familia solo puede emerger como parte de
la batalla por recuperar los lazos sociales y a los sujetos capaces de
sostenerlos es decir, como parte de una revolución integral. Por sí mismo el
grupo familiar será difícilmente salvable, poco más podremos hacer que
certificar su defunción.
La
restauración de los vínculos sociales depende de forma sustantiva de que
reaparezca un sujeto con valores y capacidades para sostenerlos, no solo con cualidades
morales y convivenciales sino también intelectivas. La regeneración de las
estructuras de vida común precisará de grandes dosis de la virtud que los
antiguos llamaron prudencia, es decir, sabiduría práctica, capacidad para hacer
análisis que tengan en cuenta la complejidad de lo real-concreto y tomar
decisiones e intervenir sobre ella.
En
el orden estratégico se necesita un análisis holístico de largo alcance y proyección
de futuro en el que las decisiones y la acción sean consideradas como parte de
la realidad a examinar, que proponga un conjunto de acciones planificadas en
múltiples dimensiones (políticas, axiológicas, estructurales, individuales etc.)
de la convivencia social, un plan con una perspectiva de mucho tiempo y
vinculado a un conjunto de procesos paralelos en los distintos aspectos de la
vida humana y de la sociedad.
En
lo que podríamos llamar el plano táctico, o sea, del corto plazo, necesitamos
aprender a utilizar los recursos de todo tipo que nos quedan, lo poco que no ha
sido liquidado, las cualidades que hayamos sido capaces de conservar y echar
mano de grandes dosis de creatividad.
En
primer lugar tenemos que renunciar a los recetarios o catecismos que nos venden
los expertos, no hay fórmulas universales para aplicar a todas las situaciones
y solo el esfuerzo permanente por comprender y enfrentar cada problema, cada
encrucijada de la convivencia, es adecuado. No necesitamos expertos ni
facilitadores; siempre que delegamos los problemas fundamentales en
especialistas estamos asegurando aquello que deseamos alejar, pues ellos nos
venderán sus técnicas y protocolos para rellenar el hueco que ha dejado la
afectividad auténtica y la pérdida del sentido del bien y el mal, pero, como no
son realidades que pertenezcan a la misma categoría cada solución técnica que probamos
nos aleja más y más del ideal de la buena convivencia.
En
lo concreto y lo personal hemos de asumir que no todos los conflictos que hoy
sufrimos tienen solución, el despeñadero al que se dirige la cultura occidental
y con ella todas las instituciones que se sujetaban en su tronco dejará muchos
cadáveres por el camino, algunos de nosotros seremos, seguramente, parte de los
damnificados a pesar de nuestros esfuerzos.
En
cualquier caso merece la pena luchar para
reconquistar la convivencia social aún si cada uno de nosotros no la
disfrutamos, lo necesario ha de ser realizado sin esperar recompensas, lo que
corresponde es pensar en lo universal antes que en lo que nos aqueja personalmente
puesto que ese es el fundamento en el que puede sujetarse la regeneración de la
sociedad.
Porque
en última instancia la reaparición de la familia y la comunidad humana
horizontal depende de que exista un sistema de valores positivos que puedan
pasar de generación en generación y que engendren una sociedad que haga realizable
la libertad, la convivencia y la excelencia del sujeto.
NOTA
Mientras escribía este artículo se podía
leer en El País, el 25 de mayo de 2012, una noticia con el siguiente titular “Un
foro ultraconservador llama al regreso de la mujer al hogar. Debate en Madrid
sobre la “familia natural”, la castidad y el “comportamiento” gay”. Unos
meses antes en el mismo periódico Vicente Verdú había escrito “Es difícil, por no decir imposible,
encontrar una institución más mostrenca, opresiva y anacrónica que la familia
actual”.
Para el icono del capitalismo más próspero y
que proporciona beneficios más colosales, la industria de la propaganda, que
lleva casi cuarenta años ostentando el poder ilegítimo de manipular las
conciencias y participando en las más altas esferas del Estado, lo que queda de
la institución familiar, aún siendo casi nada, se considera excesivo. Toda
agrupación humana no controlada directamente por la burocracia de los poderosos
ha de ser demolida para que el Estado maximice su poder y el capitalismo más
salvaje pueda materializarse, a ello se entrega esa corporación de la maldad y
el abuso sobre el pueblo que representa “El País”.