Debates adulterados
Discurren
mucho algunos en lo que nada les importa,
y nada en lo que mucho les convendría.
Baltasar Gracián
He dejado pasar conscientemente el
vendaval de la polémica mediática y social sobre la ley Gallardón para evitar
sumergirme en el océano de fanatismos encontrados que ha desatado el nuevo proyecto de ley del
aborto.
Mi convencimiento de que la
posibilidad de abortar de las mujeres en este país no se verá menguada se
apruebe o no la ley del inefable don Alberto es total, la biopolítica del
sistema no es ni será a corto plazo la de incrementar la demografía ni poner a
las mujeres a parir hijos y, por lo
tanto, el aborto seguirá siendo un recurso imprescindible para mantener o hacer
descender el número de hijos por mujer. Otra cosa es que el precio de la
intervención suba en el futuro lo que estaría en consonancia con la carestía
general de la vida.
Me he preguntado qué sentido tiene
entonces la modificación de una ley que parecía que sería la definitiva en este
asunto puesto que, en realidad, nadie, en las alturas, desea prohibir ni
dificultar el aborto (hay que recordar que el mayor crecimiento de los abortos
en el Estado español se produjo durante los gobiernos de Aznar sin que hubiera
ninguna reacción retrógrada por parte del PP y que la ley actual fue votada por
los demócrata-cristianos del
PNV y por muchos católicos recalcitrantes como el señor Bono sin que la Iglesia
haya excomulgado a ninguno). Lo cierto es que se ha conseguido abrir un debate
social y movilizar a favor del aborto a muchos sectores que de no ser por la
alarma creada tendrían posiciones más críticas en estos asuntos. Tal vez esa
sea el objetivo auténtico de este proyecto de ley que puede que esté destinado
de antemano a no ser aprobado.
Otra posibilidad es que el ligero
descenso de los abortos producida en el último año haya alarmado a las elites
mandantes viendo que el plazo de 14 semanas sea demasiado breve y esté
resultando un elemento disuasorio o un impedimento y que sería más eficaz una
ley sin plazos, como la que propone de hecho Gallardón, o con un plazo más
amplio como han pedido ya algunos como Rosa Díez. Este hecho vendría a
demostrar que una parte de los casi 120.000 abortos que se producen cada año no
lo son por la espontánea y libre decisión de la mujer (pues si una mujer tiene
clara su decisión de no continuar un embarazo abortará en las primeras semanas
de gestación) sino por las presiones que reciben las embarazadas de las
empresas, los funcionarios del Estado del bienestar, las familias o las
parejas, o bien por las condiciones materiales (económicas, de ausencia de
redes de apoyo etc.). Cuando la decisión de abortar es no libre sino forzada
por la presión o las circunstancias la resolución es a veces difícil y mantiene
a la mujer durante semanas indecisa y vacilante por lo que puede superar el
plazo legal con facilidad.
El actual debate actúa como una
barrera al esclarecimiento de los verdaderos problemas, como una cortina de
humo que impide acceder de lo superficial a lo profundo. Bien, acordando, por
sentido común, que el aborto no debe ser ilegal ni perseguido dentro de unos plazos
razonables que excluyan el infanticidio encubierto, y que la decisión la deben
tomar los implicados y no los funcionarios o los profesionales. Acordando que
toda frivolización de un asunto que tiene que ver con la vida y la muerte y con
los límites de la libertad humana es peligrosa y que la enorme complejidad y
dificultad que acompañan a esa decisión exige una enorme dosis de indulgencia y
de aflicción. Acordando todo esto, tendríamos que abrir una reflexión seria y profunda
que supere la obsesión por lo legislativo para poner sobre la mesa las
implicaciones humanas del asunto.