“Breve y
raro es lo bello en su delicadeza y vulnerabilidad”
Max
Scheller
La belleza, la
trascendencia y la sublimidad forman parte de las necesidades básicas, las más
primarias si se desea conservar la civilización, sin embargo lo peculiar de la
condición humana es que ésta se ubica entre lo sórdido y bestial y lo sublime y
grandioso. Muchas corrientes filosóficas han intentado superar esa condición
enfrentando el cuerpo y la conciencia, presentando al sabio, al que es capaz de
la vida buena, desvinculado de todo lo bajo y lo vil de nuestra naturaleza. Tal
proyecto solo es posible para una minoría pues exige descargar sobre la mayoría
lo considerado degradado pero que es imprescindible para la vida, es decir,
solo es posible en una sociedad de la
esclavitud.
Pero además esa idea
descarriada descompone y pervierte la naturaleza de lo humano tanto, o incluso
más, que las otras corrientes bestialistas que toman nuestro ser sensorial más
elemental como único factor a tener en cuenta y el alimento de los impulsos y
las satisfacciones groseras del cuerpo como meta esencial de la vida.
Lo cierto es que ambas
son ideologías de la negación de nuestra naturaleza auténtica que es indisolublemente
bipartida y ambas reniegan de lo humano de igual manera, es decir, nos
deshumanizan.
Si defendemos la rehumanización como factor de recuperación de
nuestro potencial como sujetos tenemos que aprender a aceptar y afirmar nuestra
humanidad tal cual es, con todos sus constituyentes.
Lo común es asumir que
si se desea una sociedad sin castas gobernantes ésta vivirá volcada hacia las
necesidades materiales y ajena a la belleza y la sublimidad, así los
movimientos populares del presente han decretado la centralidad de lo doméstico
y fisiológico, de lo pequeño y funcional, tildando de burgués todo lo que se
aparte de lo inmediato y lo somático.
Nada hay más falso que
considerar herederas de la tradición popular a estas novísimas corrientes que
son hijas significadas de la modernidad y entroncan también con otros momentos
de la historia en los que el pueblo desapareció para tornarse plebe o
populacho, grupo marginal y humillado asido a su condición de esclavo y
dependiente de sus amos.
Cuando el pueblo fue pueblo, lo que en nuestro entorno
ha sido una situación común por un espacio de tiempo muy dilatado, se dotó de
una cultura material y espiritual propia que se nucleaba sobre la idea de realzar
lo humano y sus necesidades en todas sus dimensiones y complejidad. Por eso las
necesidades físicas y espirituales de la especie eran tomadas en su conjunto como
fundamentos de su dignidad.
Así un acto tan primario
y elemental como el comer ni fue considerado el centro de la existencia ni despreciado
por su carácter de necesidad fisiológica, por el contrario fue elevado y dotado
de respeto en tanto que acto humano. Basta observar la belleza de los utensilios más humildes como las cucharas de
madera del arte pastoril, o los cuernos tallados tan bellamente para contener
las modestas aceitunas.
Además se añadió a ese
acto sencillo la distinción de hacerlo el centro de la ceremonia convivencial, la mesa
como centro de encuentro, lugar privilegiado para la comunicación afectiva y
vivencial de los cercanos, las familias, los amigos y los vecinos, hechura de
la hospitalidad y de los rituales festivos. La costumbre de bendecir la mesa,
de recogerse interiormente antes de comer daba un carácter sagrado a
esa función corporal.
La sociedad moderna
en su afán de desacralizar la vida humana ha convertido en comer en un acto plenamente
animal y fisiológico, el modelo de individuo que engulle en la calle una
hamburguesa, en soledad, sin más objeto que llenar el estómago, casi siempre
con más calorías de las recomendables, es el paradigma de una sociedad que
aspira a la animalidad, a convertir a los seres humanos en animales de labor.
El
pueblo hizo lo cotidiano, lo corporal y lo doméstico trascendentes y sublimes y dotó a lo divino de anatomía haciéndolo
descender a la escala de la persona, dándole forma humana. Un modelo ejemplar
de este hecho es el arte románico en el que lo sagrado y lo corpóreo se enlazan
de forma sustancial como meta-representación de nuestra condición auténtica.
Esto
se hace por un sentido de la dignidad de la vida y de la persona, que necesita realizarse materialmente y lo hace, entre otras vías, a través de la belleza, de la capacidad para reconocerla (por ejemplo en la naturaleza) y para crearla y
dotar de valor estético los objetos más cotidianos y humildes, un azulejo, un bordado, un llamador de puerta o, incluso un cencerro.
La
modernidad quiso destruir esa cultura cuya singularidad dotaba a los sujetos
que pertenecían a ella de un enorme potencial y energía, de una gran fuerza
personal y colectiva y por ello separó la belleza de la vida. Hoy “arte” es lo
que hacen los artistas, una ínfima minoría de “inspirados” que producen
mercancías cuyo valor es otorgado por las convenciones políticas y las
fluctuaciones de un mercado dirigido. Pero para el pueblo este término tuvo una
acepción mucho más amplia y divergente, mucho más abierta, las artes se referían a
las habilidades, destrezas y técnicas para crear nuevos objetos o materiales
necesarios para la vida, algo que comprometía a casi toda la comunidad de una u
otra manera y se componía de una extraordinaria abundancia de obras en
múltiples órdenes. No negaron la existencia del genio natural en ciertas
personas para crear en distintos planos, los dones, naturales o construidos, como
atributos de la singularidad humana eran muy valorados por la comunidad
popular.
Para romper ese mundo en
primer lugar se impuso el funcionalismo de la fabricación en serie que desalojó
de la vida común la belleza para dar preeminencia a lo práctico y utilitario,
se decretó que la experiencia estética estaría separada de la existencia
cotidiana de las personas y habitaría en espacios especiales (que estos
espacios fueran sistémicos o alternativos no cambiaría sustancialmente la cuestión).
En segundo lugar, establecida la figura del artista como ser genial e iluminado
se entró a destruir todo lo bello y elevado para imponer el arte de lo feo, lo estrafalario,
lo soez, lo ridículo, lo estúpido, lo
cretino… el arte-nada presentado como el colmo de lo crítico y
anti-burgués.
La
vida real de las clases populares se había de tornar obligatoriamente degradada
y sórdida, exacerbando la miseria espiritual, separando el cuerpo, la mente y
el corazón, desgajando la equilibrada unidad conseguida a lo largo de siglos y heredada de generación en generación.
Con ello se preparó un individuo, varón o mujer, capaz de someterse
a la nadificación y el menoscabo brutal del salariado, al sometimiento
permanente y a la obediencia ciega de las consignas del sistema, un individuo
capaz de vivir sin grandeza, sin belleza y sin dignidad.
Nuestros
ancestros comprendían, no de una forma verbosa sino práctica, que las
necesidades corporales, las afectivas, las intelectivas y espirituales debían
anudarse sustancial y efectivamente, la belleza de los objetos útiles otorgaba
trascendencia a los elementos más primarios de la existencia y además
representaba la creatividad, autonomía, singularidad, maestría y gracia del
autor. Pero no cayeron en el absurdo de considerar la estética como un atributo
únicamente de los objetos, de las cosas, se valoró especialmente la belleza de
las personas, de las relaciones y de las instituciones humanas.
Cada
cual ofrecía a la vida social sus atributos naturales, físicos, intelectivos,
espirituales, convivenciales, comunicativos etc. de manera que las virtudes o
cualidades humanas eran materializadas en las personas y el aprecio por las
facultades singulares de cada una fue la norma.
Se
cultivó la elegancia, el ingenio, la fuerza física, la energía vital, la
cordialidad, la alegría, el buen lenguaje, las habilidades manuales, la
creatividad artística, la valentía, la entrega, la capacidad amorosa, la belleza
física, la sublimidad espiritual, la galanura, el buen humor, cada cual en la forma y manera en que se lo permitían
su temperamento y disposición peculiar.
Este
sentido de propia valía y de dignidad se aprecia por ejemplo en la foto de los lagarteranos
en traje de boda, realizada en Oropesa en
1858, la belleza de las personas, de la composición del grupo, la nobleza de la
expresión es un conjunto que sobrecoge por
su belleza.
También
los ritos convivenciales, las ceremonias de la vida política comunitaria y, por
supuesto, la fiesta son elementos dotados de trascendencia y belleza, vitalidad
y fuerza.
Es
curioso que muchos elementos profundos de la cultura popular se compartan con acervos
tradicionales tan lejanos como el de los gauchos, sin embargo las palabras de Atahualpa
Yupanqui resuenan como si hubieran sido dichas bajo el olmo centenario de una aldea
castellana. La
sabiduría vital, práctica, que piensa sobre todo en hacer de la persona, persona
en toda su extensión y persona para la convivencia, para la comunidad, para el ascenso
de todo lo que humaniza. Esta reflexión de Yupanqui sobre la diferencia entre la
fiesta y la farra, entre el bien hablar y el saber callar… ¡Qué difícil en nuestra
época en que nada tiene equilibrio y todo es desmedido y excesivo!
¡Como
se duele el gaucho de la destrucción del lenguaje que es la destrucción de la belleza,
de la persona y de la comunidad!
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Y
sin embargo hasta este hombre íntegro y sabio duda de su valor intrínseco y sustancial
en un momento, en el valor de su acervo y su civilizada forma de vida y dice que
fue demasiado pobre para probar la universidad sin darse cuenta que si hubiera
probado ese lugar no sería sino una más de
las mentes uniformados y vacías que en ella se construyen.
Si
pensamos en una estrategia para la regeneración social no podemos dejar a un lado
la necesidad de belleza en las cosas, en las relaciones, en las personas y en las
instituciones, la necesidad de estética y de entrega de valor a cada acto humano.
Solo una sociedad que sea capaz de estar en un permanente esfuerzo de creación,
en una inquebrantable decisión de constituirse cada uno y cada una en un exponente
de la excelencia y la virtud humana puede ser una sociedad del ascenso de la civilización
como compendio de las mejores posibilidades de nuestra especie.
Prado Esteban Diezma
enero 2013