LA
AGONÍA DEL EROS
“Con
alma de verdugo nos golpea con un látigo invisible”
Juvenal
Tal es título del pequeño libreto en el
que Byung-Chul Han, coreano afincado en
Berlín e integrado en la cultura y la filosofía occidental, se pregunta el
porqué del enfriamiento de la pasión en nuestros días. Con ello rompe el
estereotipo que lanzan los medios sobre la gran energía erótica de nuestro
mundo. No es un texto demasiado penetrante sino más bien un ejemplo de esa
filosofía nueva que es más hábil creando florituras verbales que reflexiones
profundas pero apunta algunos aspectos de la decadencia de la vida erótica que
merece la pena comentar.
En primer lugar sitúa como causa eficiente
de tan lóbrega situación la desaparición de la otredad en la sociedad narcisista
del Yo. El Eros es, en esencia, el encuentro con el otro, recibir al otro y
entregarse uno mismo lo que exige abrirse y exponerse; pero bajo el régimen del
Yo aislado y cerrado sobre sí mismo no puede alcanzarse la expansión del Eros,
estamos condenados a lo que el coreano llama “el infierno de lo igual” que más
bien habría de llamarse “el infierno del único” que ignora la asimetría y la
exterioridad del otro.
Realmente es así, si el Eros arranca al
sujeto de sí mismo y le conduce al exterior, afuera, es un impulso a la alteridad
tanto como a la realidad del mundo. Es uno de los fundamentos biológicos de la
conexión del individuo con su hábitat, su entorno, su contexto y su sociedad y
por lo tanto un agente de auto-construcción conectada con el propio medio. Su destrucción
actúa en el sentido contrario, aísla y limita al sujeto que queda encerrado en
su propio infierno sin ver, comprender ni desear al otro y sin vincularse con
su ambiente, sumido en la soledad más perfecta y el aislamiento del mundo y
achicado en todos sus atributos.
Digamos que, en un salto hacia la barbarie,
el individuo moderno no solamente no ama al otro, no solo no comprende sus
puntos de vista, sino que no lo ve, no percibe su existencia.
En “Esencia y formas de la simpatía” Max Scheler
define la simpatía como la percepción del Yo ajeno y de su vida
psíquica. La simpatía no es igual al amor ni al respeto, implica tan solo la
percepción y la capacidad para entender que los otros tienen una existencia y
un punto de vista y realidad propias. Desgraciadamente hoy nos encontramos en
un escalón inferior a la crisis de lo amoroso puesto que ha mutado en crisis de
la simpatía.
Sin alteridad puede
haber sexo pero no habrá erótica porque el otro, de existir, se habrá
convertido en mercancía, objeto de consumo para un yo que intenta cubrir
carencias imposibles de llenar. Fisiológicamente el impulso libidinal puede
realizarse en el propio cuerpo o usando otro cuerpo, pero siempre será vacío y
decepcionante, triste y sombrío. El Eros es la forma humana de satisfacer un
impulso que no es estrictamente somático sino integral y que solo puede ser
cubierto civilizadamente.
Separadas de su
carácter humano y civilizado las necesidades vitales no alcanzan a ser
consumadas. La comida por sí misma no es suficiente para apagar la necesidad de
alimento, por eso cuando el acto de comer se ha aislado de la cultura, de la
relación, de lo afectivo, de lo estético y de lo sagrado y ha sido reducido a
un acto fisiológico y solitario nada hay que calme el hambre y comer se empieza
a convertir, para millones de personas, en una patología que bien se expresa
como abandono, inapetencia y anorexia o bien como gula, compulsión y exceso,
ambos expresan el ansia de muerte y el vacío existencial, el hambre que no
puede calmarse. También al contrario resultan deshumanizadoras todas las
corrientes espiritualistas que rechazan la dignidad humana de las funciones
somáticas que consideran bajas y mezquinas, asuntos que han de ser relegados y
escondidos.
Lo mismo sucede con
las pulsiones sexuales. Las sociedades modernas y tecnológicas las han
convertido en ejercicio narcisista y solitario (solitario con uno mismo o
solitario con otros) o bien pura expresión somática. Algunas corrientes
incorporan el concepto de lo sagrado como pura copia de culturas lejanas o
expresión verbal sin contenido que deviene casi siempre en un nuevo mercadeo de
productos para el bienestar y no faltan los que desean ¡demencial aspiración!
“espiritualizar” completamente una función que tiene su origen y su realización
en el cuerpo físico de los sujetos. En todos los casos falta el espacio para la
consumación humana y civilizada del sexo que requiere de una conexión con uno
mismo y con el otro trascendente e indescifrable, que permanece y existe en el
cuerpo físico pero arrastra irremediablemente todos los planos del ser, que implica un ejercicio de romperse y entregarse
sin condiciones a otro y recibirle y acogerle dentro de uno mismo abriendo el
recinto sagrado de nuestro interior.
Cuando la pulsión
libidinal no encuentra para realizarse un sujeto humano, con su realidad
compleja y misteriosa, con su lejanía y sus fronteras y su cercanía y fusión
íntima, dotado de cuerpo físico y funciones psíquicas superiores, queda
permanentemente insatisfecha, se materializa como una carencia y una herida que
llevan, igual que sucede con el hambre, a dos caminos opuestos pero idénticos,
el abandono y la inapetencia o la compulsión
y voracidad que busca colmar el vacío que deja cada experiencia.
Lo cierto es que de un sujeto desustanciado
y vacuo que vive dentro ignorando el afuera no puede esperarse el ascenso de lo
erótico sino su muerte. Pero ese ser es especialmente eficaz para el laboreo
moderno que es una actividad sin alma. Esta es la segunda cuestión que
incorpora el texto citado, el “sujeto del rendimiento”, como lo llama Byung, ha
perdido el impulso al Eros. En realidad el trabajo asalariado y deshumanizado es
tanto causa como consecuencia pues por un lado destruye al individuo que pierde
su vida auténtica en él y se hace inepto para el Eros, pero también, al
contrario, quien va matando poco a poco el Eros se hace cada vez más adicto y
adepto al mundo insustancial y frío del ejercicio laboral.
Es así que se va definiendo la agonía del
Eros a través de la destrucción del ser humano que es la seña de
identidad del mundo que habitamos.
El tercer asunto que define Byung-Chul Han
como definitorio de la decadencia erótica de Occidente es la incapacidad para
asumir la negatividad -usa ese término como un eufemismo que evita el vocablo
más fuerte que se ha hecho obsceno en nuestro mundo de “dolor” – y evitar todo
sentimiento negativo. El sufrimiento y la pasión deben desaparecer para dejar
paso a sentimientos agradables, suaves y blandos, frívolos y triviales. Nada
puede ser más devastador para un impulso que contiene siempre, cuando es
auténtico y no sucedáneo, un aliento de
vida y de muerte, de dolor y placer y de miedo inevitable.
Con el mismo objeto de librarse de toda
incertidumbre y complejidad se ha arrojado el lado misterioso e inexplicable
del deseo erótico. La sociedad exhibicionista
que todo lo expone y todo lo desvela ha matado lo profundo e
impenetrable del erotismo, ha destruido su esencia para dejarlo reducido a
pornografía, fisiologismo sórdido y
deshumanizado. La profanación que la modernidad ha hecho de la sexualidad
humana es tan obscena que estamos al borde de la muerte completa de ese rasgo
de nuestra humanidad.
En la sociedad de los “seres deseantes” los
apetitos, como inclinación insustancial y superficial que no aspira a otra cosa
que a un mezquino consumo de los otros
como objetos han desbancado al valor y la excelencia, la sublimidad y la
grandeza del Eros. Desaparece en la experiencia erótica el viaje a través de la
humanidad excéntrica y divergente del otro, ese éxodo del yo en las ignotas
regiones de la otredad, esa penetración en lo sagrado y escondido del ser
deseado, en su carnalidad y en su espíritu. La sordidez ha hecho presa también
de este asunto que pasa de ser necesidad vital a frívola apetencia, que
desacraliza el cuerpo y aparta del acto la inteligencia y la afectividad conviertiéndolo
en un acontecimiento cosificado.
Hay algunos aspectos más que Byung “olvida”,
tal vez de forma premeditada, por ser los más disconformes con el orden social
imperante y su férrea biopolítica, esto invalida en gran parte un trabajo que,
aunque superficial, aporta reflexiones interesantes. Pero a menudo la omisión
de un solo aspecto puede falsificar la realidad más que su ocultación
completa.
No menciona el filósofo la desaparición de
lo más primigenio del impulso erótico humano, su carácter fecundo, su relación
con la reproducción de la especie, su primitivo instinto generativo y mamífero,
algo que está inscrito en nuestros genes y que solo por la brutal mutilación de
la esencia humana que se ha producido ha podido aniquilarse tal vez
definitivamente.
Que la propagación de la vida, que es el
sustrato biológico del impulso sexual, haya pasado a ser considerado como un
freno a ese mismo instinto, un conflicto, un terror que impide su expresión
libre es una paradoja difícil de explicar. Que se considere que la libertad
sexual no ha de poder realizarse si no es en la esterilidad es un
contrasentido. El impulso más primitivo de lo humano, el origen de toda vida es
dirigido hacia la huida de la vida.
El miedo a la vida ha de ser el
constitutivo de la experiencia erótica del infra-sujeto de la modernidad, la
huida del aliento vital, una inspiración que está contenida naturalmente en
todo encuentro sexual –incluso en aquellos en los que no existe posibilidad de
preñamiento pero que recrean la vitalidad del acto- será el sustento de una
nueva cultura de la muerte.
El embarazo, el parto y la lactancia han
sido expulsados de la vida erótica de las mujeres (y de los hombres que gozan
de esas experiencias desde una posición exterior-interior que las hace muy
singulares y significativas). La vivencia de los cambios físicos, psíquicos y
espirituales relacionados con la creación de la vida humana es ahora
desustanciada y convertida en un proceso asexuado y vacío que rompe y fragmenta
la simbiótica relación erótica entre la madre y la criatura y entre ambos y el
padre y aniquila la condición humana y humanizadora de ese trance vital
intensamente físico, más que ningún otro, profundamente inscrito en los
instintos más primitivos del ser humano y a la vez vehementemente espiritual,
amoroso y sublime.
Tampoco habla de otro elemento sustantivo
en la experiencia erótica, la compleja y conflictiva relación que tiene con el
amor y los vínculos que de él se derivan. De todas las formas del amor la más
difícil, poliédrica y dolorosa es la del amor sexual. Si es cierto que el
encuentro carnal no siempre se deriva de un compromiso amoroso forma parte,
cuando es un acto plenamente humano, de los actos afectivos.
No discutiré nunca la legitimidad de cualquier
encuentro sexual libre y consentido con independencia de su naturaleza y forma,
la fuerza primaria de la pasión sexual ha de ser reivindicada en todos sus
aspectos y en su natural variedad y
multiplicidad pero si permitimos la mutilación de la condición humana, el
vaciamiento interior y la construcción política de los individuos, los seres
devenidos de tal proceso solo podrán aspirar a experiencias deformadas y empobrecidas
en todos sus actos incluyendo la vida erótica.
No toda experiencia erótica ha de ser
trascendente y grandiosa. En muchos momentos de la vida el sexo se presenta
como ensayo, juego, aprendizaje y auto-conocimiento sin otros adjetivos ni
metas que el sano regocijo compartido o solitario. Sexo sin intención de
perdurabilidad y compromiso que es el más común en la juventud por obvios
motivos y que forma parte singular de los ciclos de la vida. En muchas
ocasiones estos encuentros estaban ritualizados dentro de una cultura, la costumbre
de “La Ceiba” en La Cabrera leonesa que algunos estudiosos han calificado de
“comunismo sexual” que consistía en un rito festivo que comenzaba el primero de
mayo con el encuentro entre los jóvenes hombres y mujeres que se mudaban a
vivir juntos en los graneros y compartían lecho hasta el día del San Miguel (el
29 de septiembre) en el que se separaban, debieron ser mucho más comunes de lo
que se piensa. Algunas jóvenes quedaban embarazadas (pocas, según quienes lo
estudian) pero eso no suponía un problema ni implicaba matrimonio.
El amor sexual, independiente de las
costumbres matrimoniales que es otro asunto, ha sido uno de los actos humanos
más complejos y más politizados o manipulados. La preferencia personal por una
persona o por varias, pero siempre concretas y singulares, que excluye de ese
envión hormonal y sentimental al resto del mundo, es un acontecimiento difícil
de explicar incluso para los implicados; demasiado misterioso, pone en contacto
a los parecidos tanto como a los desiguales o contrarios y los arroja a la
llamada del deseo, del encuentro o del desencuentro cuando no hay
correspondencia. La búsqueda de otro ser o seres que completen al yo, o se
fundan con él o lo acojan y lo escuchen y que a su vez sean completados,
acogidos y escuchados es un impulso primario en la mayoría de los humanos.
Tales procesos son cambiantes y se
extienden y transforman a lo largo de los ciclos de la vida, tejiendo vínculos
y compromisos, emociones y anhelos o disolviéndolos, siempre en movimiento. En
la sociedad de los seres insustanciales los vínculos son frágiles, no
encuentran caminos y una vez superado el misterio inicial se paralizan en una
repetitiva domesticidad sin excitación ni inquietud. Pero en un mundo en el que
los individuos permanecieran en perpetua auto-construcción el Eros encontraría
itinerarios nuevos y secretos cada día en los seres largamente amados y
conocidos, buscados y reencontrados sucesivamente. Serían entonces posibles los
amores profundos, no necesariamente de pareja, pero sí perdurables y refundados
permanentemente, cada vez más hondos, más intensos y más bellos.
La virtud y la excelencia no deberían ser
vistas con los anteojos politicistas de las modernas sociedades
hiper-ideológicas, incluyen entre sus múltiples planos el esfuerzo por mantener
el atractivo sexual a lo largo de la vida, un atractivo que proviene del cuerpo
tanto como del mundo interior y que eleva intensamente al sujeto y a su
entorno. Muchas cosas cambiarían en ese ambiente.
Tal vez entonces empezaría a debilitarse
(que no desaparecer pues es imposible) el conflicto natural entre el amor y el
ardor erótico, entre la celosa
aspiración a poseer físicamente al otro y la necesidad de servirle
desinteresadamente, entre la mirada centrípeta hacia el interior de la relación
y la centrífuga hacia el mundo y sus necesidades.
Con toda su dificultad los vínculos
derivados del Eros han sido el caldo vital de las sociedades vivas y libres.
Todas las utopías que han intentado ordenar
la sociedad superando este modelo de relación para proponer otros más
racionales y científicos han construido infiernos o cuarteles, sociedades
deshumanizadas y desocializadas, ordenadas siempre desde el poder y sin vida
espiritual ni convivencia horizontal.
En última instancia las relaciones que
proceden de los impulsos primarios humanos son el sustrato más interior y
penetrante de la sociedad; todo el tejido social de las redes horizontales de
vida se engarzan orgánicamente no como individuos separados sino como
complejísimas tramas de seres interconectados por múltiples lazos entre los que
los sexuales y los de sangre o parentesco son fundamentales pero no son ni
pueden ser únicos ni cerrados sobre sí mismos. Así, lo más primitivo de nuestra
naturaleza es el fundamento de lo más civilizado y de la substancia espiritual
de la cultura auto-creada por el pueblo.
Comprenderemos entonces que lo que estamos
viviendo es más que la agonía del Eros, más que una crisis civilizatoria porque
se dirige a un cambio trascendental en las formas de existir lo humano e
incluso en la evolución de la especie. Aceptar que vivimos una catástrofe de
dimensiones impredecibles es tal vez la única esperanza pues la conciencia de
la realidad es la condición de toda transformación.
En "Libido Dominandi" se hace un recorrido histórico sobre la revolución sexual, su premeditado diseño y sus intenciones políticas.
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Leer a Casilda Rodrigañez, "La Sexualidad y el Fundamento de la Dominación".
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