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Una historia de devastación y reconstrucción

Una historia de devastación y reconstrucción.

Marina me dejó su "Testimonio" después de leer "La huida del dolor como huida dela vida", en la breve exposición de su experiencia abrió muchos interrogantes y dejó algunos puntos oscuros. Por ello la pedí que escribiera los detalles de su peripecia vital.

Estas historias de vida no son cotilleo de chismosas sino la materia real de que están hechos los grandes problemas históricos de nuestro tiempo, así las entendemos.

Marina es una mujer que se reconstruye a sí misma como ser humano a través de dolorosos procesos de aniquilación de lo que ella fue para permitir emerger lo que será. Demuestra que la depresión, la angustia, la humillación y el desaliento no son siempre procesos improductivos sino que pueden convertirse en fuerza y energía vital a través de la conciencia, la reflexión, la voluntad y la iniciativa.

Historia de Marina

Para que se pueda comprender bien qué circunstancias me llevaron a luchar por un puesto de mando en una empresa tengo que hablar de unos antecedentes.

Nací en una familia de clase obrera, en un barrio muy humilde del extrarradio de una gran ciudad. En la década de los setenta transcurre mi infancia. En el colegio destaco por mis buenas notas, me siento querida por mis padres y en un entorno humilde pero rico en convivencia genuina, no sólo en lo que respecta a la familia sino también al vecindario. Hasta los ocho años recuerdo haber vivido en unas circunstancias de poca abundancia material pero mucha riqueza convivencial y afectiva.

A esa temprana edad todo aquello se trunca porque nos desalojan a los vecinos del barrio y nos conceden viviendas sociales en bloques de pisos, el barrio de origen era de casas de una sola planta similares a las de los pueblos pequeños donde todos se conocen, nadie desconfía de nadie, se vive permanentemente en la calle, con las puertas abiertas, y hay una ayuda mutua natural entre los vecinos.

El nuevo barrio de altos bloques de pisos es un barrio de aluvión, donde gentes de distintas zonas de la ciudad se entremezclan, en común tenemos la misma clase social, sin embargo algunos proceden de las zonas marginales de infraviviendas. Aquella mezcla entre gentes, unas conocidas otras no, y la configuración de las viviendas en pisos hacen perder esos lazos convivenciales a que antes me he referido. Para los niños, mi caso, pronto el nuevo entorno se vuelve hostil. Hacia la pre-adolescencia me encuentro en un lugar donde va creciendo el problema de la drogadicción y la delincuencia que va asociada a ella. En parte pude escapar porque por motivos de trabajo a mi padre lo traslada la empresa por distintas ciudades, así nos vamos a vivir toda la familia, de seis miembros, tres niños y tres adultos, incluida mi abuela paterna, a otras ciudades en las que permanecemos desde algunos meses hasta dos años consecutivos. En esos años regresamos a casa por vacaciones pero el desarraigo se hace cada día más evidente. Al llegar a la adolescencia, que coincide con la edad de iniciar estudios secundarios, me hallo en una ciudad de España donde se habla un idioma diferente, el paisaje y las gentes me resultan ajenos. Dificultades de adaptación hacen que mis padres consientan que abandone el instituto. Para llenar tantas horas al día en casa comienzo a leer sin parar, lecturas desordenadas que mis padres no supervisan. Leer compulsivamente y el estado de aislamiento de otras personas más allá de mi familia me lleva a escribir. La escritura se convierte en mi vía de escape personal, comienzo con un tipo de escritura muy introspectiva propia de adolescentes pero que voy enriqueciendo con las aportaciones de los autores que leo, poesía y novela de clásicos o autores consagrados.

Cuando regresamos a mi ciudad ya de forma definitiva tengo 17 años, decenas de libros leídos y un montón de páginas manuscritas. Vuelvo a matricularme en un instituto, ya llevaba 2 cursos de retraso con respecto a mi edad, así que en lugar de elegir el bachillerato (a mis padres les habían recomendado mi maestros de básica que procuraran darme estudios universitarios porque encontraban que tenía capacidad para estudiar una carrera) lo hago en formación profesional con idea de buscar cuanto antes un empleo que me diera oportunidad de decidir sobre mi vida, tenía tempranos deseos de emancipación.

Sólo cursé un año académico, con notas altas, porque al terminar el curso, en las vacaciones de verano, yo ya había encontrado mi primer trabajo remunerado en un bar de la costa a unos kilómetros de distancia de la casa familiar, esta experiencia constituyó un ensayo de emancipación que me gustó. Así que a la vuelta de otoño decidí buscar trabajo y dejar de “perder” el tiempo con estudios. A todo esto contribuía que la economía familiar no estaba muy boyante y era consciente de que tenía que ayudar. En ese momento se inicia, pues, mi trayectoria laboral aunque no mi emancipación pues una vez con la posibilidad material de llevarla a cabo encontré que los lazos afectivos hacia mi familia pesaban mucho como para optar por una vida en solitario apartada de ella.

Los trabajos que encontraba requerían poca cualificación, de dependienta, de atención al público, en distintas tareas que una joven podía desempeñar. Sin embargo esos empleos puramente crematísticos no me satisfacían así que retomé estudios en horario nocturno. Durante unos años permanecí combinando empleos con estudios pero con altibajos en el primero que me impedían tener una continuidad en los segundos. Esto fue originando una sucesión de interrupciones, retornos y abandonos constantes. Finalmente, a los veintisiete años, decidí presentarme por libre a los exámenes de acceso a la universidad, que logré aprobar sin dificultades. El día que pisé por primera vez la universidad, de la que yo tenía una imagen mitificada pensando que allí nada sería como en los aburridos institutos sino un lugar donde encontrar gente interesada en el conocimiento, el debate crítico y el enriquecimiento intelectual, me permití el lujo de llegar en taxi a la facultad. Había elegido una carrera humanística que agrupaba las asignaturas que más me gustaban y que mejor se me daban: lengua, literatura, historia, y lo relacionado con el arte y las ciencias sociales. Pronto la universidad me decepcionó porque no era más que una competición denodada por agradar al profesor de turno y un extenuante caligrafiar de apuntes. Por entonces yo había entablado relaciones más o menos formales con un hombre dos años mayor que yo que acababa de terminar su licenciatura y que andaba procurando obtener su primer trabajo remunerado. Entre que la universidad me había decepcionado y que este hombre había despertado mi admiración por él, se puede decir que era la primera persona que conocía de cerca que estaba interesada por el conocimiento en sentido amplio y que se había formado concienzudamente, y que ambos estábamos en la edad del amor romántico y de ir iniciando una vida compartida con idea de formar una familia, pues lo uno nos llevó a lo otro y pronto comenzamos nuestra vida en común, convenientemente sellada por unos certificados matrimoniales que si bien crearon en mí la ilusión de solidez pronto se demostraron papel mojado en cuanto a convivencia saludable entre ambos.

A los inicios de mi matrimonio yo contaba con un empleo fijo de administrativa en una pequeña empresa, él con trabajos esporádicos que poco o nada tenían que ver con su carrera y que si bien le procuraban lo necesario para aportar al sostenimiento de la casa, al que contribuíamos los dos, lo hacían sentirse frustrado, con permanente sensación de insatisfacción. Mi nómina estable era la que posibilitaba el contrato de alquiler del piso, de los suministros, etc, de manera que todas estas cuestiones me hacían aparecer como la “importante” de los dos, como si él no “cumpliera” con su papel de hombre sustentador de la casa. A mí ese aparente cambio de “roles” entre nosotros me divertía al principio pues me tenía por mujer moderna y renegaba del papel de ama de casa tradicional. También él se tenía por hombre moderno, comprensivo con los derechos de igualdad entre sexos, pero eso no le impedía que me cargase a mí con las cuestiones de intendencia de la casa de la que, pese a haber pactado dividirnos tareas, él se desentendía. Eran muchos los días que al volver a casa del trabajo y habiendo él dedicado la mañana a leer o a sus temas intelectuales yo me encontraba la casa en completo desorden y con él que, manos en los bolsillos, me preguntaba “qué vamos a comer”, pues si yo no hacía compra el frigorífico estaba vacío, si yo no cocinaba no había comida sobre la mesa, etc.

Esos desajustes en la convivencia nos hacían discutir desde un principio, ahora que echo la vista atrás todas aquellas discusiones y componendas encuentro que eran debidas a una especie de “guerra de sexos” muy mal enfocada por parte de ambos. En primer lugar porque no éramos más que dos personas narcisistas e inmaduras, que a esas alturas de nuestras vidas no sabíamos qué era la convivencia fuera del marco protector de la casa paterna donde siempre habíamos tenido una madre que cuidaba de nosotros, que ninguno de los dos nos habíamos preocupado nunca por aquellas cuestiones, y esa inmadurez e incapacidad para respetar y cuidar del otro la enmascarábamos enrocándonos, él en su papel de intelectual, yo en el de mujer emancipada, menospreciando ambos el esfuerzo personal por hacer la vida más agradable a aquellos a quienes quieres, como nuestras respectivas madres hacían de forma natural. Además él sentía que no cumplía con el rol masculino con que el que sobradamente habían cumplido nuestros respectivos padres como sustentadores del hogar por sus desempeños en el mundo laboral. Yo percibía que él se veía defraudado por no encontrar en mí una hogareña mujer que le facilitara la vida práctica pero esto no lo explicitaba nunca pues no quería aparecer como un hombre machista, al fin y al cabo él era un hombre de ideas progresistas, con una formación, no era un ser “elemental” como su padre o el mío. El quería una compañera en pie de igualdad y no una subordinada, además desear otra cosa no habría podido admitirlo ni ante sí mismo ni ante sus iguales, sus compañeros de estudios y amistades. Por mi parte yo seguía en mi empeño de mujer que se mide con el hombre, ahora encuentro que muy influenciada por la propaganda feminista. Si en alguna ocasión me veía tentada por “bajar la guardia” pronto me autocensuraba y volvía a enrocarme. Nuestra convivencia no era fácil, ni mucho menos, pero en las treguas nos queríamos y pronto, demasiado pronto para que nos hubiera dado tiempo a aprender a convivir, yo quedé embarazada sin buscarlo, por un inesperado fallo del método anticonceptivo. Un nuevo reto que yo por mi parte estaba dispuesta a aceptar pero que él se veía incapaz de afrontar. Los problemas crecían, él pensaba que ninguno de los dos estábamos preparados para hacernos cargo de un niño, si aún ni siquiera habíamos sido capaces de hacernos cargo de nosotros mismos. Más adelante, cuando estuviéramos más estables, él con un trabajo fijo, hubiéramos resuelto nuestros problemas de convivencia, etc, sería momento de plantearnos la paternidad, pero en ese momento no lo veía sensato. Sufrí horrores, porque pese a que sabía que él tenía razón en lo que argumentaba yo ya había tenido un embarazo de muy joven cuyo desenlace había sido un aborto temprano al que había recurrido por no afrontar una maternidad precoz y en solitario. Pero ahora yo tenía veintiocho años, tenía pareja, una casa, la situación era muy distinta. Pese a mi sufrimiento no quería obligarle a afrontar una paternidad que le asustaba, él me prometió que más adelante tendríamos un hijo, cuando las circunstancias fueran favorables. No sé si hubiéramos tenido el hijo nuestra convivencia hubiera sido de otra manera, si hubiera mejorado o empeorado más aún. El caso es que no tenerlo no nos ayudó a estar mejor. Ahora que escribo estas líneas recordándolo lloro amargamente. Porque aunque más veces mal que bien aún nos quedaban diez años por delante de estar juntos, en esos diez años nunca, nunca, fue momento de tener un hijo.

Poco tiempo después, tras intentos infructuosos por recomponer nuestras vidas, él decidió poner tierra de por medio y marchar al extranjero en un viaje que se proponía como una búsqueda de sí mismo, a solas, aceptando trabajos de subsistencia de muy baja cualificación, aprendiendo un idioma nuevo, enfrentándose en definitiva a la vida desnuda sin confort ni colchones familiares. La distancia y el sufrimiento diario solo le valieron para mitificarme, a mí sin embargo me impulsaron a retomar proyectos personales que había dejado aparcados, mis inquietudes culturales. Regresó a los pocos meses y tras un primer encuentro entre nosotros, que se asemejaba a un anuncio de colonias, pronto la convivencia volvió a ser lo que siempre había sido. Así que un día no aguanté más sus permanentes insidias (él tendía a proyectar sobre mí sus frustraciones) y me planté, le dije que se fuera, que sola estaba mejor que con él. Así lo hizo, empaquetó sus pertenencias y se marchó primero a casa de sus padres, después a un pequeño apartamento. Yo respiré como quitándome un peso de encima y continué con la vida que ya había iniciado en su ausencia. Pero él no dejaba de hacerse el encontradizo por los sitios donde yo merodeaba y un día consiguió retenerme el tiempo suficiente para contarme que estaba cambiando de verdad porque estaba asistiendo a una terapia psicológica en el mismo gabinete al que yo había acudido tiempo atrás por muy breve e infructuoso espacio de tiempo, y que ahora veía todo de otro modo. No le creí pero desde ese momento comenzó un trabajo de “reconquista” que consistía en sorprenderme con flores a la salida del trabajo, llamarme por teléfono y ponerme directamente una canción cuya letra sabía que me gustaba, cosas así. Volvíamos a los anuncios publicitarios, a los romances de telefilm.

Una noche me sentí especialmente sola y después de haber despedido a los amigos en un bar me encaminé como impulsada por un resorte hacia su apartamento, toqué en su puerta a alta hora de la madrugada y me recibió sorprendido y encantado, mientras me abrazaba me recitaba un poema de un poeta clásico. Vivimos unos días de idilio en el que él me demostró sus nuevas destrezas recién adquiridas, cocinó para mí, y me trató como a una reina. Así que decidimos que para qué pagar dos alquileres, que volviera a casa. Tras un tiempo juntos de nuevo y de nuevo sin resolver nuestras diferencias en la convivencia, fui yo la que me marché a otra ciudad donde se me ofrecía la oportunidad tentadora de desarrollar un proyecto cultural largamente deseado por mí. Aunque no dimos por terminada nuestra relación sabíamos que por la distancia tendríamos pocas oportunidades de vernos. Una vez más al vivir lejos de él me sentí florecer como persona, tal vez sin querer él me agobiaba o yo me sentía presionada, me sentía como que nunca estaba a la altura que se esperaba de mí. Yo notaba que en la distancia yo florecía, lo notaba él y lo notaba todo el mundo, eso a él se le hacía intolerable. Tras un año en el que nos habíamos visto en contadas ocasiones regresé definitivamente después de clausurar sin éxito mi proyecto en la ciudad adonde me había ido. Yo ya contaba con 36 años, tenía que recomenzar en mi ciudad, nos volvimos a buscar y volvimos a caer el uno en brazos del otro. Su situación laboral ya sí era sólida e incluso había comprado con ayuda de los padres un piso a cuya hipoteca podía hacer frente con desahogo. Inauguramos juntos la nueva vivienda. Yo no tenía trabajo, él sí. Yo me encargaba de las tareas de la casa y le recibía como una esposa amantísima. Esta vez parecía que sí, que todo iba a ser distinto. A mí me asaltaron los deseos irrefrenables de ser madre, que en un principio no le comuniqué abiertamente. Pero cada mes esperaba un milagro que no se producía, hubiera sido ciertamente un milagro que ocurriera porque él se encargaba de que no fuera así. En una ocasión con el retraso de unos días creció mi ilusión, aunque él me aseguraba que era “imposible”. Lo cierto es que la regla bajó y con ella el telón final de nuestra infructuosa relación. Comprobé que lo que para mí había sido un drama para él había sido un alivio. Busqué trabajo y desde entonces comenzamos a ser dos zombis que se cruzan en el pasillo, empezaron mis largas jornadas laborales. Afrontamos el final con entereza y me marché de la que ya era solo su casa a un pequeño apartamento. Viví un año de delirio conociendo gente sin comprometerme con nadie, consumiendo sexo esporádico, como otra gente consume entretenimientos o compra objetos inútiles. Empezaba a ganar más dinero y eso me creaba una sensación de irrealidad. No sé cuándo empecé a “engancharme” con el trabajo. Como nadie me esperaba en casa, me ofrecía siempre a rematar trabajos que otros no querían hacer porque tenían vida privada y así poco a poco me fui alejando de la realidad. Con la separación había dejado de tener las amistades antes compartidas, como trabajaba tantas horas no tenía tiempo de hacer nuevas amistades y me metí sin darme cuenta en un círculo vicioso. El resultado de mi predisposición en el trabajo se tradujo en que por primera vez vi la posibilidad de dejar de ser una subordinada. Comencé a elaborar la fantasía de que si conseguía un ascenso todo sería distinto. Podría demostrar mi valía. Ya no era aquella que se conformaba con un trabajo mediocre que me diera para cubrir mis necesidades. No. Si conseguía ascender todo el mundo, mis padres, mis antiguos amigos, mi ex, todos se darían cuenta de que yo era una persona valiosa que luchaba y se abría camino sola frente al mundo, que ya no dejaba atrás proyectos a medio hacer o fracasados. Que hacía cosas que no dependían de los demás para verse culminadas. Comencé a elaborar la fantasía de la ejecutiva y me encaminé a hacerla realidad. Aunque el camino fue intenso y demoledor. Tardé varios años en los que tuve que cambiar en dos ocasiones de empresa para lograrlo. Pretendía ascender con honradez, sin jugar malas pasadas a nadie, pero encontraba que así no era como funcionaban las empresas. Que a menudo ascendían los que les reían las gracias a los jefes o los que eran desleales con los compañeros. Yo por el contrario intentaba hacer equipo, demostrar que tenía liderazgo. Había compañeros jóvenes que acogían con agrado que yo les enseñara los conocimientos en el trabajo que había ido acumulando con la experiencia, así pretendía hacerme notar, pero en varias ocasiones esta estrategia resultó fallida, siempre había alguien más hábil en conseguir un atajo que lo condujera a un ascenso sin andarse en contemplaciones, ello pasaba por hablar mal de sus competidores a sus espaldas creando suspicacias en la gente, sembrando discordia subrepticiamente. Por otro lado, el papel del jefe más cercano en el escalafón era crucial porque de sus informes dependía que los jefes de más arriba concedieran el ascenso. A menudo los jefes intermedios eran individuos poco seguros de sí mismos y se creían amenazados por los que aspiraban a ocupar un puesto de su mismo rango, por lo que no siempre, o mejor dicho nunca, optaban por los que creían más cualificados sino por aquellos que, siendo más mediocres, no les pudieran hacer sombra.

Así que yo no lograba mis objetivos y en la medida que no los lograba más imperiosa se me hacía la necesidad de lograrlo porque a esas alturas de la pelea ya había acabado de perder las relaciones de amistad y convivencia que tenía fuera del trabajo, me había obsesionado con la idea fija de que solo consiguiendo un ascenso podría ofrecerle algo al mundo, es decir, a las personas cuyo criterio aún me importaba. Podría ir a mis padres, a mis viejos profesores que me habían aconsejado estudiar una carrera, a mis amigos, esos a los que no trataba ya, a mi ex en venganza por su embaucadora promesa incumplida de hacerme madre, a los ligues que no había conseguido retener a mi lado, a todos, a todos, les demostraría lo equivocados que estaban en pensar que yo no merecía la pena.  A mis padres quería darles una alegría, ellos no me exigieron nunca nada, pero mi madre me observaba con preocupación. Podía decirle no te preocupes que ser madre no es todo en este mundo, yo soy una súper mujer de esas que no necesitan tener hijos, sino hacerse notar con el brillo social del éxito en el trabajo. Yo no soy una sacrificada ama de casa. Soy diferente, mejor. En esto de creer que mi camino era mejor que el que había tenido mi madre contribuyó a reafirmarlo la propaganda feminista y todos esos anuncios publicitarios, telefilms, etc que describen a la ejecutiva como una súper mujer que pese a haber renunciado a todo obtiene el éxito social, ese es un cliché que antes sólo se le contaba a los hombres pero que gracias al feminismo también se está contando a las mujeres.

Mi madre, que desconocía por completo mis dos frustrados embarazos, solo se atrevía a decirme de vez en cuando que me reconciliara con mi ex y que tuviéramos un hijo, que si no los dos nos arrepentiríamos. Yo a eso le contestaba de malas maneras. Si es que ella no me podía entender, desconocía lo que era el camino del éxito. Rara vez veía a mi ex, pero cuando nos encontrábamos él daba cuenta de sus cada vez más frecuentes éxitos en su carrera, su trabajo era creativo, le gustaba, se sentía satisfecho por lo que hacía y estaba muy lejos de la frustración de los años en que no lograba encontrar su camino. Sin embargo, pese a que presumía de ligues no se le daban las parejas estables. Siempre me hablaba con pasión de su trabajo, nunca había perseguido el dinero o el poder, sino desarrollar sus capacidades intelectuales y creativas y finalmente lo estaba logrando. Yo me creaba un resentimiento atroz con esto porque al no haber completado una carrera no había podido desarrollarme por el lado creativo que me hubiera gustado y me sentía culpable de haber abandonado los estudios, así que eso constituía un motivo más que me conducía a perseguir el ascenso laboral. Por todos lados encontraba señuelos que me empujaban hacia mi meta obsesiva. Me comparaba mentalmente con otras mujeres, algunas de ellas antiguas amigas, y me sentía mal, al menos ellas habían conseguido algo o bien ser madres, o bien conservar una relación estable, o bien desarrollar una carrera porque habían culminado sus estudios, solo yo me veía a mí misma como una frustrada, pero todo eso se iba a acabar cuando consiguiera mi objetivo.

Finalmente el objetivo llegó sin tener que dejar cadáveres ajenos en mi camino, diré que sólo dejé jirones de mí misma. Di con un jefe que valoró mis conocimientos y los aprovechó siempre en su beneficio, no tenía complejos pero tampoco ninguna afición al trabajo, yo curraba por él y él se ponía las medallas con los de “arriba”, era un nene bien que sólo le interesaba ir de juerga y lucir cosas de lujo, mientras que él dormía sus borracheras yo curraba por él y él me prometía que algún día me recompensaría. La recompensa estaba próxima y sin peligrar su puesto porque la empresa ampliaba instalaciones y preferían tirar de gente de dentro que de gente nueva de la calle. No obstante aún me hicieron pasar un suplicio haciendo desfilar ante mí a un montón de candidatos. La decisión final se hizo esperar pero al fin los jefes máximos me concedieron la “gracia” y me felicitaban por mi nuevo puesto. No tuve que dar órdenes sobre mis antiguos compañeros, al tratarse de una delegación nueva se contrató gente para los puestos de nueva creación.

Al fin lo logré, al fin. Pero no me sentí ni por asomo como aquel día que había pisado por primera vez la universidad. Al entrar en mi despacho nuevo sentí un vértigo cercano a la náusea. Pero aún tendría motivos para sentir asco, verdadera repugnancia. Sucedió cuando asistí al primer y subsiguientes comités mensuales donde los directivos rendían cuentas ante los jefes supremos. Aquel aquelarre había sido siempre un lugar al que yo había admirado como el lugar de los elegidos al que quería pertenecer. Pero aquel cónclave no era sino una farsa, nadie hablaba con sinceridad, todos trataban de maquillar sus resultados, y si éstos no eran satisfactorios para los jefes siempre había un cabeza de turco entre la plantilla. Se mencionaba a cada uno de los subordinados por nombre y apellidos se hacía una valoración de su rendimiento y si no era conforme a los planificados por la empresa, se hablaba de ellos con desprecio, la frase expeditiva en estos casos era “pues si fulano no rinde, a la puta calle”. Por supuesto que una vez de vuelta en su delegación el jefe intermedio se veía en la obligación de despedir al cabeza de turco porque si no era consciente que el siguiente en ser despedido era él.

El trato de los jefes con la plantilla era de una hipocresía total, hacían uso de esas técnicas para ejecutivos que los hacen aparecer como jefes muy enrollados y muy modernos que te permiten tutearlos y hasta hacer alguna sugerencia siempre que ésta sea de segundo orden. En los comités nunca se hacían análisis sobre la verdad del sector ni se planteaban innovaciones, todos seguían un paripé en que aparentaban que lo tenían todo bajo control. La crisis económica estaba a la vuelta de la esquina, se olía en el ambiente, pero nadie osaba mencionar lo más mínimo al respecto por temor a ser tachado de “negativo” o de “pesimista” y ser fulminado, enviado a la “puta calle”. Todo había que enmascararlo tras un manto de control e impostado optimismo. Empecé a sentirme desmotivada en el trabajo, continuaba echándole muchas horas pero ya había perdido la fe en todo aquello, veía con claridad que todo se derrumbaría como un castillo de naipes, la crisis había comenzado en EE UU y no tardaría en llegar aquí, ya se notaba la reticencia de los clientes y mi delegación con unos objetivos marcados a muy corto plazo, con una plantilla sin rodaje y un producto de muy difícil salida, no conseguía arrancar. Se fueron sucediendo los comités, dos o tres más desde el primero al que había asistido y no conseguía cumplir objetivos. Intentaron la estratagema del cabeza de turco pero yo no les seguí el juego, era consciente de que no era esa la causa, además todo aquello me estaba tocando ya las narices. Así que en lugar de hacer el paripé, como hacían los otros, no intenté exculparme ni señalar una víctima, tan solo esbocé una sonrisa de impotencia que sin duda había sido recibida como un sarcasmo. En aquel comité se dictó mi sentencia, lo supe días después cuando de improviso se presentó mi jefe superior inmediato a transmitirme las ordenes “consensuadas” con el jefe máximo, sería no despedida sino descendida de nuevo a subordinada rasa, entraría un jefe nuevo a sustituirme y quienes hasta ahora habían sido mis subordinados pasaban a ser mis compañeros en plano de igualdad. Me podía esperar un despido pero no entendía por qué aquel ensañamiento. Tampoco lo entendieron los empleados de plantilla que se quedaron estupefactos. Después de hechas estas aclaraciones se presentó el nuevo jefe a quien yo debía obediencia, como los demás allí presentes.

Llamé a mi anterior jefe para explicarle lo sucedido quedó o fingió quedar sorprendido, me dijo que si prefería volver a mi antiguo puesto en su delegación no tenía inconveniente yo, aturdida y golpeada, le dije que lo prefería, al menos conseguí quitarme de allí.

Volví a mi anterior puesto ante la mirada de conmiseración de mis antiguos compañeros. Aunque desde el primer día no pude hacer frente al trabajo, me derrumbé de tal modo que permanecí varias horas encerrada en el baño llorando hasta el vómito. Cuando al fin salí yo debía tener la cara tan desencajada que mi jefe anterior, ahora de nuevo otra vez mi jefe, me miró alarmado. Era la hora de salida y yo crucé aquel umbral hacia la calle para no volver a cruzarlo hacia dentro hasta muchos meses después cuando regresé para pedir mi finiquito y la baja voluntaria en la empresa.

La mañana que siguió al desplome de mi vida las fuerzas me habían abandonado, aún no comprendía bien el alcance de lo que me estaba ocurriendo, a duras penas pude llegar a la consulta del médico, a duras penas me hice entender entre sollozos. La médico, mujer en la cincuentena, no parecía necesitar que me detuviera en detalles, apenas unos minutos le bastaron para extender dos recetas, unos ansiolíticos y unos antidepresivos que tenía que alternar cada doce horas. Y la baja laboral. Cada semana tendría que renovarla, debía enviar los partes a la empresa. Las piernas me flaqueaban, a decir verdad todo el cuerpo parecía carecer de la sustancia vital, no deseaba nada, el mundo entero me sobraba, tan sólo quería permanecer en la cama, tapada hasta las cejas con la manta, si a mi alrededor sucediera un terremoto o una inundación me daba lo mismo. Lloraba y  lloraba hasta quedar ronca y exhausta, pero ni entonces conciliaba el sueño, los ratos de tregua en el llanto estaban vacíos, como si alguien hubiera reseteado mi cerebro. Después de unos días sin saber de mí, recibí la llamada preocupada de mi madre, a quien me era imposible explicar con coherencia qué era lo que me estaba ocurriendo, pero al oír que estaba mal y que no iba a trabajar me dio un ultimátum o venía ella a mi casa o era yo la que iba a la suya al menos para disponer de un plato caliente a mediodía. Durante muchos días ese fue mi único quehacer diario, la rutina de ir a comer a casa de mi madre, que me observaba con preocupación. Cada vez que me despedía de ella quería convencerme de que me trasladara a su casa hasta que me sintiera mejor.  En mis largas jornadas de limbo, empecé a fantasear  con la idea de que me moría, no tenía ni la fuerza ni el valor de planear seriamente una muerte, pero fantasear con ella me proporcionaba un simulacro de alivio. Total, me decía, nadie me va a echar de menos, incluso pasaría mucho tiempo hasta que la gente que me conocía advirtiera de repente que ya no estaba, se preguntarían con curiosidad unos a otros qué habría sido de mí. Excepto mi madre, mi madre se daría cuenta en seguida, nada más que faltara al almuerzo un solo día, yo sólo le importaba a mi madre, sólo para que mi madre no sufriera yo no podía morir, para morir me tendría que esperar al día que ella ya no estuviera, entonces ya sí podría morirme del todo; postergaba para ese incierto día el alivio de extinguirme. Hasta que ese momento llegara yo tenía que ir todos los días sin faltar uno a su casa a comer. No vivíamos a gran distancia, pero el camino que antes recorría a pie en diez minutos de buen paso, ahora se me hacía un mundo. A media tarde regresaba a casa, con la luz del atardecer de invierno me asaltaban pensamientos sombríos, recordaba a mi padre, fallecido dos años atrás, tenía sentimientos de culpa con mi sobrino de pocos años a quien antes solía llevar al parque. El llanto me embargaba por entero, era llegar a casa y en la misma cama revuelta que había abandonado pocas horas antes, me introducía de nuevo como queriéndome borrar del mundo. La única amiga con la que frecuentaba trato me echó en falta a las dos semanas o así, no entendía qué me pasaba ni yo era capaz de hacerme entender, cuando me quería tentar con alguna salida, al cine o a tomar algo yo sólo balbuceaba un “no” sin energía, y con cualquier pretexto daba por terminada la conversación, para poder dar salida a mis remordimientos sin tener  que hacerme entender, me causaba sentimiento de culpa que quisieran animarme y yo no fuera capaz de responder. Cuanto más intentaban animarme peor me sentía, lo mejor era no decirme nada, dejarme en mi hundimiento. Así uno tras otro iban transcurriendo los días. En la primera semana no experimenté ningún cambio significativo, como cada semana tenía que volver a la consulta de la seguridad social para recoger el parte de baja, la médico me preguntaba qué tal, yo lloraba menos, parecía que las pastillas me estaban haciendo efecto, dormía durante el día, y no pegaba ojo por la noche, me aficioné a escuchar todos los programas de radio nocturnos. A condición de que hablaran y hablaran sin parar, nada de música, oír un parloteo incesante me resultaba balsámico, no sé por qué, tal vez porque no se referían a mí. Al cabo de unas semanas ya el llanto había amainado bastante, señal inequívoca, según la médico, de que el tratamiento estaba dando resultado. Lloraba menos, pero el atardecer era la hora aguda del dolor del alma. Transcurrieron unos tres o cuatro meses, en los que mi vida no cambió sustancialmente, pero la médico ya consideraba que tendría que plantearse darme el alta, que me fuera haciendo a la idea de que tendría que volver al trabajo. Ese día empeoré, no sólo me aumentó  la angustia, sino que sentí pánico en cada músculo del cuerpo. Me sentí agitada durante unos días, no sabía qué hacer, la sola idea de volver al trabajo se me hacía  intolerable, pero sabía que la amenaza del alta se haría realidad y yo no podía afrontar ese momento, no podía, pero qué hacer, ¿buscar ayuda?, ¿dónde?, ¿quién? Y entonces, de la misma obediente  manera que había estado ingiriendo  una tras otras las pastillas del tratamiento, busqué ayuda psicológica por internet, con la esperanza de que el psicólogo al menos certificara que yo no podía volver al trabajo.

No tenía una opinión favorable de los psicólogos en general, había tenido una fugaz experiencia, al igual que mi ex, aquí lo he citado de pasada en párrafos anteriores, en la que había comprobado que hay corrientes psicológicas emparentadas con la espiritualidad new age que no me inspiraban confianza, así que busqué información sobre aquélla que mejores resultados ofreciera para el mal que me aquejaba, siguiendo el diagnóstico de la médico de cabecera. Lo hice de la misma condescendiente manera con la que me había leído el prospecto de las pastillas. Y con el mismo escéptico desdén con el que miraba a mi alrededor. Sin embargo tuve suerte, di con un profesional que supo ayudarme. Me ahorraré aquí los detalles de la terapia porque carecen de interés, pero sí detallaré las líneas generales que seguí con la ayuda del psicólogo. En primer lugar cito el referente que considero más importante: la restitución del mundo afectivo. Tanto me había aislado que eran muy escasas las personas con las que me relacionaba fuera del trabajo y muy escaso o de baja calidad el tiempo que empleaba en relacionarme fuera de la esfera laboral. Para lograrlo tuve que hacer un trabajo memorístico, rescatar del pasado momentos afectivos gratos, para ello utilicé una herramienta habitual en mi vida: la escritura. El psicólogo supo ver que mi habilidad escribiendo podía ser una forma de comunicación interesante en la terapia, me facilitó su correo electrónico y me animó a escribir cuanto quisiera. Volví a la escritura introspectiva pero ahora con la alentadora perspectiva de que alguien me iba a leer, alguien me escucharía con atención. Básicamente el trabajo profesional del psicólogo consistió en una escucha activa de cuanto yo le exponía, a veces encontraba en él una especie de espejo en el que yo me miraba y poco a poco ese reflejo que me iba devolviendo de mí me era más reconocible y aceptable. He dicho rescatar del pasado momentos afectivos gratos, pero los momentos gratos, tanto en la esfera afectiva como en otras fue un trabajo de inicio, más tarde, cuando ya me sentí con fuerzas, también rescaté los no gratos. En segundo lugar: aprender a hacer una valoración  de mí misma realista, sin sublimaciones ni depreciaciones. También aprender a observar a los demás sin los prejuicios del propio narcisismo. En tercer lugar construir mi propia escala de valores, esto es, no asumir  acríticamente que lo que socialmente es aceptado como éxito siempre lo es. A menudo hay historias aparentes de éxito que esconden un gran vacío detrás, sobre todo cuando este éxito se basa en la posición social que se define por el dinero o el poder que se ostenta. En mi caso encontré que había habido una evolución en mi percepción del éxito social que tomó una deriva alejada de mis verdaderos valores. Mis orígenes humildes, en un entorno de escasa motivación hacia la obtención de conocimiento, de acrecentamiento del propio acervo intelectual, me llevó primero a creer que con lograr un título universitario despuntaría, despegaría de aquel barrio marginal donde la droga y la delincuencia hacían estragos, marcaría la diferencia esencial entre aquella gente con escasos estudios y sobre todo con deficitarios o nulos valores y yo, porque yo era distinta y tenía que demostrarlo al mundo.  Al abandonar los estudios, me casé, mi marido sí tenía ese barniz que da el haber estudiado y tener un título que lo corrobora, por lo que me “forcé” a vivir esa “superación” por delegación, no importaba si yo no tenía título, el caso es que alguien que sí lo tenía me había elegido a mí, por lo tanto yo no era como la “chusma” del barrio. Pero eso no era una manera natural sino artificial de afrontar la cuestión, ese artificio al que yo misma me había sometido me creaba una rémora que había estado en el trasfondo de mi insatisfactoria relación, en la medida que me dejaba deslumbrar por él yo me apagaba, simplificando: sentía envidia de él, de ahí que me quisiera medir con él en otras esferas. No quiero decir con esto que esta fuera la única causa del fracaso en la relación, también estaban las que venían de su parte, en las que no voy a entrar aquí, y otras cuestiones que ya mencioné y que nos afectaban a los dos: inmadurez, narcisismo, asunción de los valores impuestos por la propaganda, etc.

Para construir mi propia escala de valores tenía que levantar todas las alfombras, poner patas arriba los muebles, ese proceso lo inicié con la terapia pero luego lo continué por mi cuenta. La terapia me dio las primeras herramientas, las necesarias para ponerme en pié sin tambalearme. Duró unos tres meses al cabo de los cuales me vi con fuerzas para afrontar mi último escalón laboral: cruzar el umbral de la empresa hacia dentro para pedir mi baja voluntaria. Comencé después un camino laboral distinto que pasó por una etapa de  desempleo, tiempo que pude aprovechar para adquirir un oficio nuevo, al que ahora me dedico y que me da para vivir con estrecheces, pero cuya compensación viene de no tener jefe ni serlo yo y que tiene un horario compatible con el desarrollo de otras actividades que me gustan, se acabó lo de vivir para trabajar.
Siempre sentí un profundo agradecimiento por la persona que supo ayudarme cuando estaba hundida, la sesión final de la terapia la dedicamos a recapitular, destaco dos observaciones que hizo, una: cuando llegué a su consulta estaba francamente mal y dos: pese a que había sufrido una depresión no era una persona depresiva. Le pedí que me explicara, me dijo que hay varios tipos de depresiones, que no se distinguen sólo por la intensidad, sino por los orígenes, en mi caso había derivado de un cúmulo de circunstancias que al coincidir habían causado la depresión. Es decir había tenido un origen claramente psíquico, pero lo psíquico revierte en lo físico de tal manera que en el cuerpo se producen unas reacciones químicas, hormonales, que hace que falte esa “sustancia vital” que nos hace ponernos en movimiento. Sin embargo, al no ser una persona depresiva, con las herramientas que había aprendido en la terapia me bastarían, pero eso sí, hizo mucho hincapié en que mantuviera y diversificara el mundo de los afectos.

Reflexión

Han transcurrido seis años. Quiero aportar una reflexión, me gustaría que esta reflexión pudiera valer a alguien más que a mí, ese único fin me ha guiado a exponer todo lo que aquí expongo. No tenemos una única faceta, la vida está entretejida de muchas facetas. Como seres sociales, los afectos que establecemos con nuestros semejantes son cruciales para nuestra propia existencia, en la medida que seamos capaces de establecer vínculos auténticos nuestra vida alcanzará plenitud. He mencionado aquí mi necesidad de diferenciarme de esa gente que en una etapa de mi vida constituyó mi entorno, gente abatida por la falta de valores, gente que no pudo enfrentar  la vida sin recurrir a evasiones y quedó encallada en los márgenes. Pero también otras, las de mi primera infancia, que supieron establecer lazos de apoyo, de afecto desinteresado, de vida en común. Lo cierto es que en la sociedad en la que vivimos abundan más las primeras que las segundas, la falta de valores, el recurso fácil a las evasiones de diversa índole, son signos frecuentes en nuestro tiempo. Yo elijo alinearme con los que no se evaden, con los que apuestan, más veces perdiendo que ganando, todo hay que decirlo, por crear vida en común, eso es lo que constituye la base de mi conciencia política. Haber pretendido alguna vez un puesto de poder me ha enseñado que al poder se llega de forma miserable, bien por la denigración de terceros o por la propia y que aunque alguna vez erróneamente llegué a creer que alcanzar un puesto de poder podría sustituir lo que es una vida plena, me equivoqué. Que desde el punto de vista más netamente humano siempre será más gratificante establecer afectos que ejercer el poder. Si hundirme pudo parecer un fracaso, bienvenidos sean ese tipo de fracasos porque de ellos podemos aprender, resurgir, hacernos verdaderamente fuertes. 

En cuanto a los afectos más cercanos, la familia o la pareja o los amigos, o todos a la vez, ellos son los insustituibles en nuestras vidas. No tengo hijos y ya no los tendré, lo asumo como consecuencia de las decisiones que tomé en algún momento de mi vida. Sin torturarme estérilmente con el rencor o el remordimiento de lo que pudo haber sido y no fue, pero asumiendo el dolor recurrente de esa ausencia cuando se hace presente alguna que otra vez. Como se hacen presentes los seres queridos que se nos fueron a los que echamos de menos y no por sentir dolor al recordarlos rechazamos su recuerdo.

No hice una carrera, no obtuve el salvoconducto de un título para ejercer un trabajo especializado, para desarrollar una vocación. Si tal vez lo hubiera obtenido hubiera dejado de ser una vocación para convertirse en un trabajo tal vez ni siquiera creativo sino tan solo sujeto a un sueldo, y al  arbitrio de quien me lo pagara. Ahora sé que el conocimiento está a mi alcance, que basta con mi esfuerzo para obtenerlo, sin sentirme condicionada por cumplir con unas obligaciones impuestas  sino como tarea libremente aceptada para satisfacer una necesidad íntima y para también compartirla con quienes igualmente sientan esa necesidad. Tengo la  obligación de trabajar para obtener un sueldo con el que cubrir necesidades pero he logrado no tener jefe ni ser jefe de nadie. Lo que no me evita responsabilidades con terceros. Porque la vida es elección, asunción de las consecuencias que se derivan de esas elecciones y responsabilidades para con uno mismo y con los otros.

De mi fracasada relación de pareja he aprendido que no hay que seguir esquemas dictados por otros, esto es, hay que dejar apartado a un lado el pensamiento dominante  para conectar con lo que uno de verdad siente, aprender a expresarlo y aprender a escuchar cuando traten de decírtelo, que nos equivocaremos cuando establezcamos rivalidades de poder en donde debimos sembrar amor. He aprendido que el desamor también forma parte de la vida.

En el plano espiritual, no tengo creencia religiosa, pero he aprendido a estar conmigo misma en la alegría y en la adversidad y he iniciado  el aprendizaje de estar con los demás con la misma honradez. Escribir también forma parte de mi plano espiritual, y también leer, en lugar de una oración he recurrido muchas veces a un poema de algún autor o propio ¿Esperanzas? Sí, todas depositadas en el lado de los afectos a todos los niveles desde el más íntimo al más amplio, pienso que se puede y se debe luchar por lo que uno considera justo, bello, bueno, verdadero. Me he hecho fuerte para asumir la vida tal como es, con sus dolores y sus júbilos, perseguir la “felicidad” que te proponen los anuncios es una impostura que te aparta de vivir una vida auténtica. Es difícil explicar en qué consiste asumir el dolor, no es ni un masoquismo ni una resignación, es sencillamente que forma parte de tu existencia.

3 comentarios:

  1. Gracias por compartir. Necesitamos nutrirnos de historias como esta, conocer los sentimientos, dudas, sufrimiento y esperanzas de nuestros congéneres. Desde mi experiencia como madre soltera que fui a los 20 años, puedo decir que es precisamente el ser madre o padre lo que te hace madurar, porque al fin y al cabo es la práctica lo que nos transforma y el análisis de esas experiencias. Un saludo.

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  2. Muchas gracias Marina por tu relato, creo que es cierto que la sociedad necesita vivir vidas auténticas y no perseguir "ideales de felicidad" fabricados para evitarnos VIVIR!

    Gracias por compartir tu experiencia y ayudar a comprender tantas cosas de la vida real.

    Noelia ;-)

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  3. La felicidad y el sufrimiento son caras de la misma moneda, que es la vida, es el sentido que le damos a esos conceptos el que nos hace dignos o no de ser humanos.

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